
Cuando era niño, mi mamá me regaló una cotorrita australiana. En casa la llamábamos “la catita”. Su plumaje era suave, de tonos azules, y cabía entera en la mano como un secreto. Vivía en una jaulita blanca, en mi habitación, donde sus pequeños ojos me saludaban cada mañana.
Esa mañana salí al colegio como siempre, sin imaginar que algo iba a romperse para siempre. Al volver, encontré a mi hermana menor y a mi prima —ambas de unos cinco años y medio— corriendo hacia mí con algo en las manos, como si hubieran descubierto un tesoro. Y entonces, agitadas, me dijeron sin aliento:
“La catita no se mueve.”
La sostenían con torpeza; su cuerpecito aún estaba caliente. A sus pies, sobre el suelo, vi un llavero en forma de ancla, grande y de bronce. Nunca supe por qué lo tenían. No quise preguntar.
Me quedé inmóvil. No lloré. No hablé. Solo la miré, con la esperanza vana de que mi mirada devolviera algo de lo que ella había perdido.
Cuando les pregunté qué había pasado, contaron con voz temblorosa que la habían lanzado varias veces, intentando verla volar. Pero sus plumas de las alas estaban cortadas. No podía. Y en uno de esos lanzamientos, se golpeó contra la pared. Y murió.
La jaulita quedó vacía, un pequeño ataúd blanco en mi cuarto.
Y yo comprendí, sin lágrimas, que a veces los secretos más diminutos guardan el dolor más hondo.