
Nos señalaron un punto verde, pequeño; le sobresalía un afilado pico. Su “dueña” lo detestaba —creo era mutuo, pues cada que la veía gritaba estruendosamente—.
Mi hermana, entre miradas pícaras y cómplices, convenció a papá para que se lo regalara; a la monita no le negaban nada.
Pocos días después estaba el lorito en casa: su nombre Juanito. Lo llevaron en una jaula grande —demasiado para el pequeñín—; mi hermana saltaba de alegría, mamá fruncía el ceño, papá sonría al ver a su monita feliz.
Lejos estaba yo, mirando la escena; me parecía una tortura innecesaria para todos los presentes. El pajarito estaba ovillado en sí mismo, se le alcanzaba a ver un ojito, un ojo que me pareció miraba el alma.
Lo ubicaron en el patio; era amplio e iluminado, tenía una parte techada para resguardo de la lluvia. Papá consiguió una rama seca, le hicieron un andamio, prepararon todo, pero Juanito no se movía, no sacaba su cabeza de entre sus alas.
Pensé lo peor; no dije nada, me dediqué a observar. Le acondicionaron el espacio con plantas, bebedero, alpiste, frutas, periódico para que no se hiciera un desastre. La idea era tenerlo con la jaula abierta —era la ocurrencia de mi hermana—: tenía su pequeña joya verde y estaba deseosa de jugar con ella. Gran error: metió la mano y sus gritos se escucharon en toda la casa; papá se lo despegó de los dedos, lloró toda la tarde y le sacaba la lengua cuando lo veía.
Me causó mucha risa; el pobre animal se llevó un remezón y papá un regaño con la sentencia de que una situación así no se podía volver a presentar o se tendría que ir. Lástima: por fin alguien no era objeto de caprichos.
Igual la jaula quedó abierta. Mamá decía que si se iba era un desagradecido y que no se perdía nada, era un grosero.
Le tomó algunos días al Juanito salir de su cárcel; recuerdo que lo hizo una tarde. Yo estaba haciendo tareas cuando lo vi moverse: salió cauteloso, tenía sed, hambre; exploraba todo con una mirada recelosa.
Me pareció curioso que sacudía su cuerpo como si fuera una bolita: no le veía las alas. Pasó varios días así, sigiloso; salía en el silencio de la tarde, comía, bebía y de nuevo regresaba al rincón de la jaula.
Se convirtió en rutina: mi hermana ya ni lo miraba y él se sentía cada vez más confiado. Un domingo de sol vivo lo escuché por primera vez: silbaba. Quizás alguien le había enseñado una tonada; su canto era precioso y llenaba la casa de alegría; sin embargo, se ponía histérico al sentir que alguien invadía su espacio.
Escasamente permitía el cambio de agua, comida y periódico; cada vez que mi hermana se acercaba le lanzaba sendos picotazos —lo mismo con mamá, quien en muchas ocasiones le gritaba que se largara de casa—.
Me causaba gracia su discusión; con el tiempo Juanito respondía a su alegato, se le reía y le decía una que otra palabra subida de tono.
Me puse entonces a la tarea de ganarme su confianza. Aún no entiendo qué me llevó a hacerlo.
Primer paso: hacer tareas cerca de su espacio. Ponía una mesa, silla, útiles escolares y una radio; le gustaba la música. Con paciencia logré que jugara con los colores y pedacitos de papel; fue cuando noté que sus alas estaban cortas, lastimadas. Usaba los papelitos como plumas y saltaba por la mesa silbando.
Fue por aquella época en la que empecé a decirle piropos y darle besitos a lo lejos, pues me daba temor terminar atacada. Poco a poco nuestros espacios compartidos se fueron alargando y la distancia entre nosotros se hizo corta.
Cada que llegaba del cole pasaba a saludarlo y le llevaba una galleta; al principio solo la dejaba en su comedero y luego se la daba en la patica. Silbaba y él respondía; le decía lo hermoso que estaba y saltaba en sus patitas. Descubrí que le gustaba la lluvia, así que no perdíamos oportunidad cuando llovía para refrescarnos con la brisa: extendía sus alas alborozado. Eran momentos felices para los dos.
Pasé a secundaria y, con ello, los problemas de la adolescencia hicieron presencia: heridas crueles se abrieron en mi corazón. Me la montaban en el colegio por ser “delgada”, “sabionda”, por no encajar. Llegaba triste y abatida, pero Juanito siempre me esperaba para alegrarme el día y aligerar las cargas.
Una tarde, al salir de clases, unas chicas me esperaban; no les había gustado un comentario que hice en clase a raíz de la ética y la libertad. Me amenazaron y abofetearon. De regreso a casa no pasé donde mi amigo; me quedé en el cuarto llorando con miedo de contarles a mis padres, y él, mi Juanito, voló.
Después de tanto tiempo voló: entró a mi habitación, se posó en mi cabeza, me hizo piojitos, se quedó conmigo.
Recuerdo —con lágrimas en los ojos— esa tarde: cómo un pequeño lorito hizo tanto por mí en ese instante. Las heridas de sus alas eran cosa del pasado y podía tocarlo; su corazón sanaba y él sanaba el mío.
Mi pequeño se fue abriendo a todos los miembros de la familia: ya no atacaba, cantaba, llenaba la casa de su luz y energía espléndida. Se paseaba por todas partes; tenía la libertad de ir y venir a su antojo, pero nunca se despegaba de su hogar.
En varias ocasiones lo llevé de paseo a campo abierto con la idea de que fuera con los suyos; compartía con ellos, alzaba un vuelo majestuoso brillando con su maravilloso plumaje esmeralda de rama en rama. Sin embargo, un recorrido por el cielo azul le bastaba para luego regresar al refugio de mi pelo suelto.
Cuando Juanito llegó a nuestras vidas, ya había pasado por muchas manos que lo lastimaron y dejaron un carácter agrio. Con amor, paciencia y tranquilidad se transformó.
Desconozco cuántos y cómo fueron sus años de vida, pero tengo la certeza de que los últimos fue feliz. Nos mudamos, pasando de una casa tradicional a un apartamento; era pequeño, con zonas verdes en los espacios comunes, donde grandes palmeras decoraban el paisaje.
Una bandada de loritos de su especie anidaba en ellas. Aunque se me arruga el corazón, sabía que ese era su bienestar. Los loritos empezaron a frecuentar su hábitat: levantaba el vuelo con ellos; tenía claro que en cualquier momento no regresaría.
Así fue: por varias semanas el espacio de su alegría quedó desierto. Hasta que una tarde lo vi llegar en compañía de una lorita; entendí a la perfección. Cada tanto iba y venía, me hacía piojitos, cantaba, comía, se bañaba.
Mi pequeño tesoro verde me enseñó el significado del amor.
Cuando partió del todo, dejó un vacío que jamás se llenó; fue amigo, cómplice, mi curita en el alma.