
Este relato es de la vida real y cuenta la historia de un loro llamado Roberto. Llegó a mi vida después de que fuera a la casa de mi tío y evidenciara el trato que le daban: lo tenían en una jaula y con las alas “mochas”. Al ver la situación le dije que me lo diera… se negó, pero después llegó con él a mi casa y me lo vendió. Yo lo compré porque la idea, desde un principio, era recuperarlo y darle su libertad.
Cabe resaltar que su proceso fue muy difícil, pues no era nada fácil volver a introducirlo en la naturaleza. Le colocamos un palo de escoba en un mamoncillo, cerca a la casa, para que estuviera allí durante el día. Desde allí podía vernos y, cuando pasaba con la comida, se lanzaba, daba vueltas canelas, pero no desperdiciaba nada. Obviamente no le daba comida de humanos; ya estaba acostumbrado y fue difícil enseñarle a comer semillas y frutas… pero lo logramos.
Era hermoso ver sus ojos cambiar de color con cada sabor y ver su cara llena de comida me alegraba el alma. El loro —que después supe era lora, porque vivía enamorada de mi esposo— era súper celosa: le pegaba a todas las mujeres con quienes lo veía hablando. Yo solo me reía y la quitaba de sus cabellos; ellas decían: “¡Qué lora tan celosa!”.
Roberta estaba en su proceso de aprender a volar… se estrellaba con todo, persiguiéndome por la finca, hasta que un día se subió al mamoncillo, lanzó unos gritos —como diciendo “¡atájenme que ahí voy!”— y se lanzó a volar. Gritaba y daba vueltas, mostrándonos que podía. Nosotros felices… Roberta cayó en un árbol más abajo, en la finca del vecino, y allá fui a rescatarla. Así fueron varios meses, mientras sus alitas se recuperaban.
Ya volaba feliz por el barrio; me perseguía en la moto y me tocaba llevarla en el hombro. Cuando no la llevaba, llegaba donde yo estaba. Un día llegó a mi entrenamiento de básquet, entró al coliseo, me persiguió y me obligó a cargarla hasta la casa… no sin antes perseguir a algunas compañeras para “cascarles” la cabeza.
También apareció en el SENA, donde estudiaba, gritando: entró por el techo, me vio y tuve que llevarla a casa. A veces dudaba que regresara: se iba lejos y yo la llamaba con un silbido; volvía… pero, cuando no lo hacía, sabía que la habían agarrado. La rescaté cuatro veces. La última fue con la policía: ya la conocían y sabían que era rescatada. Les conté su proceso y les dije que la idea era liberarla en la selva.
Recuerdo ese día: llamé a mi amiga policía y le conté que me habían “robado” a Roberta; sabía dónde estaba. Llegó rápido y me ayudó. Descubrimos que le habían cortado las alas… lloré mucho. El proceso fue lento, pero, con paciencia y amor, volvió a volar.
Después comprendimos que liberarla era lo mejor. Roberta tomó la decisión: empezó a irse y ya solo llegaba a dormir. Rezaba porque estuviera bien. Lo más maravilloso fue verla llegar varias veces con una manada de su especie… todos hermosos y gritones. Parecía que les hablaba de nosotros y de la comida: los llevaba a comer y luego se iban.
Llegó con su pareja y, después, con su cría. Lloré de emoción al ver lo que habíamos logrado con este ser tan maravilloso. Nos enseñó a amar y a luchar por su libertad. Formó una familia y vino a mostrar que estaba bien, quizá a darnos las gracias.
A pesar de que ya no estaba con nosotros, sabíamos que era feliz con su manada. Aprendimos que no se deben tener estos animales como mascotas… merecen su libertad. Nos queda su hermoso recuerdo y la satisfacción de haber respetado lo que ella decidió hacer con su vida libre.