
Aquel día, salía de urgencias después de esperar varias horas para que me atendieran. En la entrada del hospital, vi a un señor sentado en el andén, sosteniendo un periquito contra su pecho. El ave, minutos antes, se había estrellado contra la ventana de urgencias. Estaba decaído, respiraba con dificultad y su pico sangraba. El hombre no sabía qué hacer, así que me acerqué y le dije que me haría responsable de aquel pequeño. Recogí al periquito con cuidado y corrí hacia la calle, buscando una veterinaria que atendiera fauna silvestre. Llamé a varias y ninguna me ayudó. Entre lágrimas, llamé a mi mamá y le pedí que me lo llevara a casa para que no muriera solo. Minutos después, mi mamá logró contactar a una clínica que aceptó atender aves silvestres.
Llegamos a la veterinaria alrededor de las 7 p.m. El doctor nos recibió, examinó al periquito y dijo que necesitaba una radiografía para descartar daños internos, pues la sangre ensuciaba su pecho y el ave respiraba con mucha dificultad. Algo tan pequeño y frágil requería toda mi atención. Pagaría lo que fuera necesario. Le hicieron los exámenes, le colocaron una inyección y me informaron que aquella noche sería decisiva. Para que no sintiera frío, le preparé una cajita con un palito donde posarse, y cada hora le revisaba el pulso. Al día siguiente, Lilo—como decidí llamarlo—estaba vivo. Lo pasé a una jaulita para seguir cuidándolo.
Años atrás, había comprado dos periquitos en el centro de Barranquilla para darles otra oportunidad de vida; sus dueños no los cuidaban bien. Vivíamos en una zona rural, y un día, por descuido, los dos escaparon y nunca los recuperé. Recuerdo que encontraron un buen hábitat; por eso, cuando vi a Lilo en su jaula dormitando y comiendo, noté algo en sus ojos: el deseo de volar. Lo saqué al sol en su jaulita y vi que intentaba meterse por los barrotes, convencido de que había llegado el momento de regresar a la libertad. Me asusté al pensar que podría ahorcarse en el intento, pero él insistía: era su señal para volver al bosque.
Contacté a una amiga animalista, quien me dio el número del Centro de Fauna de Corpomag. Pensé que tardarían días en contestar, pero en pocos minutos me llamaron. Treinta minutos después, llegaron a buscar a Lilo. Aquellos cinco días de cuidados habían sido intensos: lo alimenté, limpié su jaula y, sobre todo, lo miré a los ojos para entender su sufrimiento. Aunque deseaba quedármelo, su lugar no era en una jaulita sino entre las ramas. Fue muy duro entregarlo, pero sabía que era lo correcto. Lilo merecía volar libre.
Mientras observaba cómo se alejaban con su jaula, recordé que, un año antes, sufrí una trombosis cerebral. La recuperación fue milagrosa: salí de aquel episodio sin secuelas. Ver a Lilo luchando me hizo pensar en la oportunidad que me habían dado a mí, y comprendí que mi deber era ayudarlo a seguir con vida y, luego, devolverlo a su hábitat.
Ahora, sé que Lilo está volando, y me consuela pensar que le di una segunda oportunidad. Sus ojitos detrás de la jaula me enseñaron que un loro no debe vivir encerrado, sino en un árbol, sintiendo el viento. Aunque lloré al entregarlo, me queda la satisfacción de haber hecho lo correcto. Conservo las fotos de su proceso y, sobre todo, el recuerdo de su mirada decidida: él no quería estar enjaulado, quería volar.