
Lo conocí un enero, cuando al entrarlo a la casa en una jaula diminuta y horrible —no apta para su tamaño—, saludó con un tono tan feliz el “Buenas”, que de seguro aprendió de su anterior dueño.
Estaba en shock, porque nunca pensé ver en vivo y en directo a un ejemplar de Amazona ochrocephala o loro real tan cerca de mí. Ni siquiera sabía qué impulsó a mi mamá a llevarlo a la casa, cuando ella nunca fue una persona de mascotas.
Fue conexión a primera vista. Me dijeron que se llamaba Lorenzo, que ya era adulto y que debía tener cuidado porque picaba. Pero la terquedad y las ganas de querer conocerlo me llevaron a invitarlo a salir de la jaula, a que se estirara y conociera su nuevo espacio. Y así fue: salió de la jaula y se quedó ahí, encima del techo de la misma, mientras cerca de mí bajaba su cabeza y se esponjaba, invitándome a hacerle piojito.
Pensé que podía ser un truco para invitarme y picarme, pero cuando me atreví a acariciarlo, no hizo más que disfrutar de una buena rascada. En ese momento sentí su sed de cariño y atención.
Su sola llegada volteó mi casa, mi rutina, mi billetera y mi mundo. Comencé a investigar cómo acomodarme a sus necesidades y a contar cada peso de mi cuenta bancaria para ir, poco a poco, comprándole todo lo necesario para brindarle su espacio, entretenimiento, buena salud y comida.
Su veterinario me decía que era el loro más noble que conocía. Cada día con él era una nueva experiencia. Me sacó mil canas… y millones de alegrías.
Me volví loca. Lo llevaba de viaje, le celebraba los cumpleaños, le compraba regalos de Navidad, entre otras locuras. No me dejaba ni ir sola al baño, ni comer tranquila. Entendí lo que es perder por completo la privacidad cuando se tiene un ave.
Con el tiempo no era mi loro, y nunca fue mi mascota. Fue mi hijo precioso, el consentido de la casa. Amé cada minuto que pasé con él.
Siempre tuve presente que una vida en cautiverio, en casa, no era la adecuada, por lo que cada vez que alguien me preguntaba, yo insistía mucho en no recomendar tener un ave. Las personas no son conscientes de lo que implica tener una, ni de lo que significa privarla de su libertad.
Nunca opté por enviarlo a un lugar para aves porque comprendí que un ave papillera, que fue criada por personas desde que nace, se apega y acostumbra a la presencia humana. No siempre se lleva bien con otras aves, lo que puede causar problemas emocionales en ellos. Mi misión como su protectora era brindarle el mejor ambiente, alimentación y salud mientras estuviese conmigo. Solo lo mejor de lo mejor.
Lastimosamente, mi niño partió de este mundo en el 2024, sin ninguna explicación. No sé si por causas naturales, o porque su anterior estilo de vida le pasó factura y no fue algo que pudimos detectar o que yo pasé por alto.
Le agradezco a Dios la oportunidad que me dio de conocerlo, de cambiar su vida, de cambiar mi vida. Y si me faltó por darle algo más, ojalá que en la segunda vida nos volvamos a encontrar.
En verdad espero que, más adelante, las leyes puedan encontrar una manera de evitar el tráfico ilegal o la tenencia de este tipo de especies, porque considero plenamente que las personas no dimensionan lo que significa tener un ave y dañar los ecosistemas al sacarlas de ellos.
Él es, y será siempre, la experiencia de vida más maravillosa que pude tener. Quizás todos les cuenten lo mismo que vivieron con sus loros, pero hoy, contándoles la historia de mi Lorenzo, celebro su vida y pido porque el amor infinito de Dios le diera la libertad que tanto se merecía.
Gracias por el espacio y no desistan en su labor de salvar a todas las aves que lo necesiten.