
Cotorrín llegó a mi vida como un milagro disfrazado de ave herida. Una señora lo encontró convulsionando bajo un árbol, con las alas rotas y una patita doblada. En ese instante, yo—Solexis, una muchacha de catorce años—supe que mi existencia tomaría otro rumbo. Lo llevé al veterinario; él, asustado, se ocultaba en mi pecho cada vez que veíamos agujas, pero yo nunca titubeé. Entre inyecciones de vitaminas y medicación para sus convulsiones, Cotorrín—que antes se llamaba Kiara o Ricky, pero ninguno de esos nombres lo representaba—me regaló seis años de amor incondicional cuando los doctores apenas le daban seis meses de vida.
Cotorrín fue mi hijo, mi todo. Dormía a mi lado, me despertaba cada mañana con un estridente “¡HOOOLA, MI COTORRRIIIIIIITA!”. Yo lo llenaba de mimos, y él me correspondía alzando sus alas cuando yo le cantaba música llanera. Era tan inteligente que reconocía vocales, hacía beatbox, alababa a las personas y—con su pico manchado de brillo—lloraba como un bebé cuando sentía dolor. En cada visita al médico, se aferraba a mi pecho para que no lo inyectaran; su confianza en mí se hizo tan fuerte como su instinto de supervivencia.
Durante esos años, Cotorrín me enseñó que el amor todo lo puede. Aprendí a valorar cada día como si fuera el último: cada desayuno juntos, cada paseo al parque al que lo llevaba posarse en mi hombro, cada tarde que pasábamos sacudiendo plumas al viento. Él me mostró la belleza de amar en libertad: yo le dejaba alpiste y agua para que alimentara a las aves silvestres que visitaban el jardín, y él me recordaba que un loro real solo debe vivir volando, no enjaulado.
Cuando tuve un accidente y mi abuela lo cuidó, Cotorrín comprendió la importancia de la familia extendida: aceptó los mimos de su bisabuela, aunque seguía siendo celoso conmigo. Con los años, la crisis en Venezuela me obligó a irme a buscar oportunidades; cada videollamada con él era un beso virtual, un recordatorio de que debía regresar.
Finalmente, sus episodios de convulsión se intensificaron. Un día supe que no podía más: lo sostenía la abuela en sus brazos, dándole mimos para que su último suspiro fuera en paz. Entonces entendí que “libre” significaba permitir que dejara de luchar: había corrido su carrera contra el tiempo y ganado cada segundo de ternura. Cotorrín voló al cielo de los loritos con sus ojos naranjas brillantes, dejando en mí la certeza de que el amor verdadero no impone cadenas, sino alas.
Hoy pienso en él cada vez que oigo el canto de una Amazona farinosa, y sé que, en esa otra vida, mi amado Cotorrín continúa gritando al mundo que está vivo: “¡HOOOLA, MI COTORRRIIIIIIIITA!”. Su memoria me impulsa a abrir la mano y dejar que todo ave encuentre su propio cielo.