
Dicen que el amor es rojo y se vive con pasión, pero yo aprendí que el verdadero amor era verde, y todas las mañanas se subía al techo para gritarle al mundo que estaba vivo. Y supe también, mucho después, que los pájaros no mueren… porque ellos son el cielo.
Las grandes historias comienzan sin avisar, como si la vida supiera exactamente en qué momento romperte la rutina para regalarte algo eterno. Yo tenía seis, tal vez siete años, y era de noche cuando mi papá llegó con una caja en las manos. No había ninguna fecha especial, ningún motivo relevante para una sorpresa. Pero la caja se movía, y desde dentro se oían unas patitas pequeñas, apuradas, como queriendo salir.
—Ábrelo —me dijo mi papá, con esa voz suya que mezclaba misterio y complicidad.
Yo, en mi inocencia, pensé que adentro había un conejo; lo esperaba y hasta ese momento, para mí, las sorpresas venían siempre envueltas en lo esperado. Pero la vida tenía algo mejor que ofrecerme.
Abrí la caja, y ahí estaban. Dos ojitos naranjas, redondos, los más hermosos que vi jamás. No supe qué hacer al principio. El loro, mi loro, estaba ahí, mirándome como si ya me conociera, como si hubiera volado toda su vida para encontrarse justo conmigo. Le ofrecí la mano y, sin pensarlo, se subió. Ningún picotazo, ningún miedo.
Pepe. Así se llamaría, aunque todavía no lo sabía. En ese instante, lo único que entendía era que algo inmenso acababa de empezar. No sabía nada sobre loros; creí que sería como cualquier mascota: darle comida, cuidarlo un poco, acostumbrarme a su presencia. Pero Pepe me enseñó desde ese primer minuto que él no venía solo a estar. Venía a serlo todo.
A veces pienso en ese momento como el primer paso de un amor que no pide permiso. Pepe me miró con esos ojitos de fuego, y yo supe, sin entenderlo del todo, que él sería la alegría de mis días y la tristeza más profunda si algún día faltaba.
Porque eres lo que amas y lo que te hace sentir amado. Y Pepe, desde ese primer encuentro nocturno en una pequeña cajita, se convirtió en la definición misma del amor para mí.
Siempre dicen que las conexiones verdaderas son invisibles, pero con Pepe la conexión era tan clara como el cielo cuando se despeja después de la lluvia.
Cada día con él era como vivir un pequeño milagro repetido. Había algo especial en su rutina: ese escándalo puntual de las siete de la mañana, sus paseos despreocupados por la casa, su manera de subirse al techo y emprender vuelo sobre los patios ajenos, sacudiendo las mañanas y levantando al barrio entero con su algarabía, como si el mundo entero fuera suyo. Era libre incluso en su pequeño universo, y yo nunca quise romperle las alas ni su espíritu.
Mi conexión con Pepe no era solo la de dueña y mascota. Éramos compañeros de vida, dos seres que crecimos juntos y que nos enseñamos mutuamente a ser. Yo llegaba de la universidad y le contaba mis días, como si él pudiera entender cada palabra, aunque casi siempre me respondía solo con un “¿ah?”, que me hacía sonreír sin falta.
Pepe era más que un loro: era mi luna. La luna que seguía mis pasos, que alumbraba mis noches y hacía que todo lo gris tuviera sentido. Él estaba ahí para darme paz, para recordarme que incluso en los días más pesados, el amor estaba al alcance de la mano… o del ala.
Recuerdo que algunos familiares me decían:
—Tienes la culpa de que se haya ido, por no cortarle las alas.
Pero ¿cómo le explicas a alguien que el verdadero amor no es encerrar, no es recortar la esencia del otro para que se quede contigo?
—Si le corto las alas, ¿quién sería Pepe entonces? —solía responder—. Porque él era vuelo, era techo, era lluvia, era cielo.
Verlo treparse al palo de papaya, bajar por su cuenta a buscar mazorca, invitar a Paco a sus paseos… todo eso era Pepe. Jamás lo imaginé encerrado. El único momento en que lo veía en su jaula era cuando se iba a dormir, y hasta eso lo hacía por voluntad propia, como diciendo: “Es hora, mamá, ya tuve suficiente por hoy.”
Nos entendíamos sin esfuerzo. Y aunque él no hablaba mucho más que su clásico “Nataa”, su presencia decía todo. Esa conexión nuestra era invisible para los demás, pero para mí era tan palpable como el cálido atardecer en que lo veía volver todas las tardes.
Ahora que no está, esa conexión sigue latiendo, aunque me parta en dos. A veces despierto creyendo escuchar su grito estridente, y en un instante me inunda la esperanza… para después estrellarme con la realidad. Mi mente busca, mi corazón busca, y en los sueños sigo encontrándolo, aunque sé que es solo eso: un sueño.
Porque nadie entiende del todo lo que fuimos Pepe y yo. Nadie necesita hacerlo tampoco. Porque entre él y yo siempre fue sencillo: éramos nosotros, y eso bastaba.
Con Pepe descubrí que para amar y cuidar no siempre hay que sostener fuerte; aprendí que a veces el mayor acto de amor es abrir la mano y dejar que el otro elija el cielo que quiere habitar.
Hay algo que nunca olvidaré, y es el día en que, por primera vez, vi a Pepe vulnerable. Fue cuando, siguiendo el consejo de quienes decían que debía protegerlo, tomamos la difícil decisión de cortarle las alas. Yo, en el fondo, sabía que aquello no estaba bien, que estaba en contra de la naturaleza misma de Pepe, pero el miedo —ese miedo terrible de perderlo— me empujó a hacerlo. Pensaba que si no podía volar lejos, estaría más seguro conmigo.
El procedimiento fue rápido, pero la herida invisible que dejó fue mucho más profunda. Ver a Pepe sin poder alzar el vuelo fue como mirar a un pez fuera del agua, como si le hubieran quitado su esencia. La primera vez que intentó despegar y no pudo, se quedó inmóvil, confundido, mirándome con esos ojos llenos de vida y preguntas. Su frustración era palpable, y en ese momento entendí la magnitud del error que habíamos cometido. Le habíamos cortado las alas, sí, pero también le habíamos arrebatado la libertad.
Durante esos días, Pepe estaba distinto. Aunque seguía siendo cariñoso y escandaloso, había una chispa que parecía haberse apagado. Lo llevaba en mis manos de un lado a otro, lo ayudaba a posarse en el palo de guayaba como compensando su falta de vuelo, pero yo sabía —en lo más profundo— que eso no bastaba. Lo veía pararse en los lugares altos donde solía lanzarse al aire, y quedarse allí, quieto, como recordando lo que era volar.
Aquella experiencia me marcó. Aprendí, de la forma más dolorosa, que amar no es retener, que el verdadero amor es permitirle al otro ser quien es, aunque eso signifique correr riesgos, aunque eso implique perderlo. Entendí que querer cuidar a alguien no debe implicar limitarlo ni cortarle las alas. Y aunque luego las plumas le crecieron de nuevo y volvió a surcar el cielo como antes, yo nunca más intenté detenerlo. Preferí vivir con el alma en vilo cada vez que se alejaba, pero con la certeza de que estaba siendo feliz, libre, pleno.
A veces creemos que amar es proteger a toda costa, incluso a costa de la esencia misma del ser amado. Pero Pepe me enseñó que el amor más puro es el que deja ser, el que suelta, el que confía. Y por eso, aunque su vuelo terminó alejándolo de mí para siempre, nunca me arrepentí de haberlo dejado ser quien era: un alma libre.
Dicen que cuando algo se va, deja un vacío. Pero lo que no dicen es que a veces ese vacío también se llena de fantasmas, de recuerdos que no te abandonan nunca.
Pepe desapareció un 25 de enero. Desde ese día, el techo se volvió más callado y el mundo más gris. Pero antes de que volara, me regaló los años más felices de mi vida… y eso es algo que ningún silencio ha logrado borrar.
Yo tenía la costumbre —o la esperanza— de pensar que Pepe sabía volver a casa. Siempre lo hacía, cada tarde, puntual a las cinco. Por eso, durante los primeros días después de su desaparición, me quedaba esperando a la misma hora, mirando hacia el cielo, imaginando su silueta verde cruzando el aire para aterrizar en el techo de siempre. Pero esa tarde nunca volvió.
Su ausencia se convirtió en una presencia constante. Todo lo que amaba hacer con él, todos los rincones de la casa donde solía posarse, quedaron impregnados de su recuerdo. A veces, cuando llueve, al partir alguna fruta que le gustaba o al dejar la ventana abierta, juraba sentirlo cerca.
Recuerdo claramente el día que decidí ir al Aviario Nacional, convencida de que mi corazón podía encontrar un pedazo de cielo allí, entre los árboles y los cantos de otros loros. El aire estaba cargado de una mezcla de esperanza y ansiedad: esa esperanza irracional de que podría verlo, de que de alguna forma los hilos invisibles del destino me lo trajeran de vuelta. Caminar por aquellos senderos me parecía un ritual necesario, una forma de conectarme con la idea de que tal vez, solo tal vez, Pepe había llegado hasta allí.
Las aves cantaban, sí, pero ninguno de esos cantos resonaba como el suyo. Ninguno me hacía recordar esa vibrante sensación que sentía al escuchar su “Nataa”, ese llamado que solo él podía hacer. Me detuve frente a un grupo de loros, tratando de encontrar en sus ojos esa chispa que me había enamorado tantas veces. Pero no, no era él. No había ni rastro de ese destello naranja en sus pupilas.
—¿Y si está aquí? —me pregunté, casi en voz alta. La pregunta flotaba en el aire como una oración no pronunciada, incluso daba miedo pensarla. Pensaba en su algarabía, en cómo siempre volvía a casa, a su techo, a la mesa donde comía con Paco, a su lugar en mi vida. No pude evitar sonreír, un poco triste, mientras me adentraba aún más en el aviario, sin saber qué buscaba exactamente.
Pero de pronto, algo cambió. Un susurro se coló entre los árboles, como si el viento me trajera una melodía familiar. Mi corazón dio un vuelco. Cerré los ojos un instante y, cuando los abrí, por un momento juré haber escuchado su silbido, su característico canto. Esa mezcla entre protesta y alegría. Lo busqué con la mirada, desesperada, pero no lo vi.
—Es imposible, Nati —me dije—, y me detuve, sintiéndome estúpida por pensar que podía encontrarlo aquí, como si fuera un milagro materializándose.
Pero en ese instante lo sentí cerca, tan cerca como nunca antes. Miré a un lado y un loro pasó volando, con el mismo brillo en los ojos, como si compartiéramos un secreto. Y mientras volaba, la brisa movió sus plumas con la misma gracia que Pepe lo hacía cuando se posaba en un árbol. No era él, pero en mi pecho sentí esa misma vibración. Una respuesta silenciosa que no necesitaba palabras.
Casi no pude resistir las lágrimas. De alguna manera, en ese momento comprendí algo que ya había sospechado: que a veces el amor no se va del todo, que su esencia permanece en todo lo que toco, en todo lo que amé, en todo lo que sigue latiendo. Aunque mi corazón lloraba por no tenerlo a mi lado, entendí que, tal vez, Pepe nunca se había ido realmente.
La gente que caminaba a mi alrededor no entendía el silencio que había caído sobre mí. Ellos, al igual que yo, escuchaban el canto de las aves, pero no entendían que para mí ese canto ya no era solo un ruido, sino una melodía cargada de recuerdos y matices de melancolía.
Su partida dejó cicatrices invisibles. Lo notaba cada vez que me despertaba y no lo escuchaba cantar, cada vez que mi abuelo traía semillas de girasol y ya no había para quién servirlas. Había una vez un loro con los ojos color mandarina que sabía volver a casa todos los días a las cinco. Lo llamaban Pepe, y en su corazón vivía una niña que lo amaba como se ama al primer sol de la mañana. Esa niña soy yo, y aunque los años pasen, hay una parte de mí que se quedó allá, esperando en el patio, con el corazón en vilo y los ojos al cielo.
Una tarde, Solito llegó sin más, sin preaviso, como llegan los regalos en Navidad: de una manera tan silenciosa que casi no lo notamos al principio. Mi abuelo regresaba del trabajo, con la mirada cansada pero luminosa, como siempre, y en sus manos traía una pequeña caja. Mi corazón latió con fuerza cuando vi la cajita, tan familiar, tan parecida a la que contenía a Pepe cuando llegó por primera vez a nuestras vidas. No sabía qué esperar, pero el momento me envolvía como si el tiempo se hubiera detenido.
—Aquí te traje nueva compañía, Nati —dijo mi abuelo, abriendo la caja con una sonrisa de complicidad—. Un pollito. Solito se llama, porque vino solito.
Solito. El nombre sonaba como una respuesta silenciosa a la ausencia que había dejado Pepe, un suspiro que se colaba entre los espacios vacíos de mi corazón. Ese pequeño pollito no era Pepe; lo sabía, pero algo en su mirada me decía que había algo de él en cada pluma, en cada pequeño gesto.
Solito no sabía volar, no sabía cantar, no sabía nada de lo que había sido la vida de Pepe. Pero había algo en sus ojos, algo que no podía negar. El brillo de su inocencia me recordó a esos primeros días con Pepe, cuando ni siquiera imaginábamos la forma en que se apoderaría de nuestra vida.
Y entonces comenzaron los pequeños milagros. Como si fuera una extensión de mi amor por Pepe, Solito comenzó a hacer cosas que me desconcertaban. Se posaba en mi dedo, como si quisiera transmitirme algún mensaje del más allá, algún consuelo que mi corazón no sabía cómo recibir. Se acomodaba en mi hombro, se acurrucaba allí como Pepe lo hacía cuando era pequeño, como si las plumas suaves de Solito fueran un eco de los días que pasé con mi lorito amado.
Solito tenía sus manías: amaba la yema del huevo, al igual que Pepe, y no podía resistirse a la tentación de robarme el arroz de mi plato. Pero más que eso, lo que me sorprendía era la forma en que me perseguía, como si buscara mi cariño a toda costa. Lo que me asombraba más era cómo me hacía sentir: no era como si reemplazara a Pepe; no, no podía hacerlo. Pero en su compañía, sentía que el vacío que había quedado en mi vida desde que Pepe se fue se llenaba con un consuelo extraño, casi divino.
Pero también se fue. Cuando Solito se fue, todo se derrumbó de nuevo. Fue como si el destino me hubiera permitido una última oportunidad para amar a Pepe a través de él, y de alguna manera me estaba diciendo adiós. Lloré por Solito, como lloré por Pepe, porque al perderlo sentí que el círculo se cerraba. Me dolió perderlo, pero más me dolió entender que la vida me había permitido, aunque por tan poco tiempo, sentir lo que era amar a mi loro otra vez. Y en ese breve periodo, Solito se convirtió en un símbolo de lo que nunca podría ser reemplazado, pero que, en su presencia, conseguía darme el mismo amor, aunque fuera efímero.
El dolor de su partida fue igual de intenso que cuando Pepe se fue. Y me quedé con la misma pregunta, la misma angustia que había acompañado mi vida desde que lo perdí: ¿por qué tan poco tiempo? Pero ahora entendí que Solito no era una respuesta; era solo un recordatorio de que el amor no siempre tiene un final feliz, pero siempre, siempre tiene su propio valor. El amor que le tenía a Pepe sigue vivo, latiendo en los recuerdos, en las pequeñas cosas que compartí con él y que, de alguna manera, volví a compartir con Solito.
A veces pienso que ese amor tan grande tenía que dejarme marcas, no solo en el alma, sino también en el cuerpo. Porque ¿quién iba a imaginar que el amor podía enfermarte?
Cuando empezaron mis problemas en los ojos y pasaba horas con alergias insoportables, el doctor fue claro: mis ojos no podían soportar las plumas, ni los pelos, ni el polvo de los animales. Me lo dijo casi con pena, como si no entendiera que lo que estaba cortando no era solo un contacto físico, sino un lazo del alma.
—¿Tienes contacto con pájaros u otros animales? —preguntó serio.
¿Cómo explicarle que tenía cuatro cotorras, tres loros, perros, tortugas y que mi corazón entero se llamaba Pepe? Ese era mi verdadero problema. Descubrí que existe la alergia al amor, porque Pepe fue eso: un amor tan grande que incluso dolía. Pero aunque la medicina me pidiera alejarme, jamás logré hacerlo del todo. ¿Cómo soltar aquello que te enseñó la forma más bonita de amar?
Por eso, imaginarlo volando libre, probablemente con otros loros, es también imaginarlo fuera del alcance del dolor, de las jaulas visibles e invisibles. Es una forma de liberarlo a él… y de liberarme un poco a mí.
“Debe estar feliz allá arriba”, me decía mi mamá cuando me encontraba mirando al vacío, con los ojos humedecidos, pensando en él. Y yo, que tantas veces le respondí con un nudo en la garganta, hoy entiendo lo que eso realmente significaba: imaginarlo libre es la única forma que tengo de perdonarme su ausencia. De aceptar que, aunque no esté en mi hombro, tal vez esté entre las nubes, riéndose como solía hacerlo, o cantando “La cucaracha” a los árboles más altos.
Para mí, imaginarlo libre significa reconciliarme con la tristeza. Significa pintar en mi mente un Pepe inmenso, más grande que las penas, con las alas abiertas al sol y al viento, siendo lo que siempre quiso ser: un pedazo de cielo verde y vivo. Y aunque a veces duele pensar que quizás nunca regrese, hay algo hermoso en saber que está donde pertenece.
“Había una vez un loro con los ojos color mandarina que sabía volver a casa todos los días a las cinco…”, repito en mi cabeza y sonrío, porque sé que, aunque no vuelva, siempre habrá un trozo de cielo a las cinco en punto que le pertenece solo a él.
Y ahora, cuando lo pienso allá arriba, volando entre los árboles más altos, imagino que canta, que ríe, que sacude sus alas verdes bajo el sol de la tarde. Me gusta creer que encontró su cielo, ese donde no hay jaulas ni despedidas, solo vuelos sin fin y la promesa de la libertad sempiterna.
Porque al final entendí algo: los pájaros no mueren ni se van al cielo. Ellos ya son cielo. Y el amor verdadero tampoco siempre es rojo ni se desborda; a veces es verde, canta “La cucaracha”, se roba las guayabas de la abuela y vuela, vuela muy alto. Así que mientras un loro cruce las nubes al caer la tarde, seguiré creyendo que es Pepe, volviendo a casa… aunque solo sea para posarse un momento en mis sueños.