
A través de la infancia tuve varias anécdotas con los loritos; lamentablemente, algunas no terminaron de la mejor manera. Es que, en los noventa, estaba muy de moda tener aves enjauladas—creo yo por la influencia mafiosa—y muchos querían una pequeña “hacienda Nápoles” en su casa.
El primer recuerdo que tengo con un lorito fue la vez que trajeron un pequeño perico a mi abuela. Era el consentido de la casa, preso en una jaula para pollitos. Nos acompañaba incluso a los paseos, pues dejarlo solo en casa con la gata negra era muy peligroso. Cierta vez, me encontraba a la orilla del río junto con mis primos disfrutando del agua, mientras un tío cuidaba al lorito arriba, sobre el puente. Pero, en una maniobra brusca de un hombre borracho, la jaula fue a dar a la corriente. El tío gritó con tal fuerza que sus dientes postizos salieron volando al afluente. Podría decirse que ese día perdió el ave… y la sonrisa, ya que ninguna de las dos pudo ser recuperada aquella tarde.
Otra fatídica anécdota con estas bellas aves ocurrió tiempo después del incidente del río, en la casa de la tía Olga. Tenía yo, tal vez, cinco años y, por esos días, estrenaba unas lindas botas con las cuales sentía que podía andar el mundo entero: saltando de aquí para allá, sobre los muebles, sobre las mesas y, finalmente, sobre las escaleras. Pero, a la hora de las onces, la tía notó que sus loros azulitos y de cabeza blanca no bajaban a tomar su agua de panela con galletas. Subiendo por las escaleras, los encontró aplastados en el descanso del segundo piso. Debo decir que antes no supe de la existencia de esos loritos y que los vine a conocer ya muertos; me sentí muy triste y culpable.
Recuerdo que, en medio de mi infancia, comencé a modelar aves en plastilina. Las hacía de muchos colores y sin jaulas, ¿tal vez buscando alguna especie de catarsis? Pasó el tiempo, pasaron los años, y no todo son historias tristes: en el centro del patio de mi casa hay un gran árbol de mango, y cada vez que da cosecha los loros hacen fiesta. Ellos habitan el arbolado del vecindario; en medio de su algarabía casi no se ven—camuflados entre las hojas verdes—pero nos avisan de su presencia con su chirrido y silbido. Luego dejan caer las pepas, limpias de toda pulpa, y así, todos los años, vienen más, pues los árboles frutales comienzan a escasear. El progreso convierte casas-lote en edificios de cinco pisos, donde ya no hay espacio para lo verde.
Años después, conocí a una mujer apasionada por las aves y tuvimos un noviazgo. Recuerdo que, en una de las casas vecinas, había un guacamayo azul enjaulado; cada vez que visitaba a mi novia, en las tardes interminables de la azotea—donde nos subíamos a ver las estrellas—oíamos los gritos tristes de ese animal, que vocalizaba palabras sin sentido, añorando ser uno de los loros que veíamos volar libres al atardecer. Regresaban del piedemonte, posándose en las altas copas de los guayacanes antes del anochecer. Los dos no podíamos soportar esa injusticia, así que llegamos a la conclusión de que debíamos llamar a la autoridad ambiental para rescatar el ave. Y así fue: gracias a la insistencia, llegó la CAR y lo rescató.
Recuerdo esa sensación de triunfo al hacer lo correcto. Tiempo después, le obsequié a ella un ave, pero no de verdad—tampoco de plastilina—sino una que hice en madera, tallada para que, al girar su manivela, el ave batiera sus alas… como memoria de aquella victoria de la libertad.
Luego de algunos años, nuestra relación terminó; y, aunque fue triste, en un momento de lucidez comprendí varias cosas:
Aquello que amamos y admiramos no debe ser enjaulado, pues puede perecer infamemente, como el lorito en el río.
A veces, sin querer, hacemos daño—como yo con mis botas de niño, pisando a los loritos.
El mayor acto de amor es dejar volar.
Aunque no volví a escuchar al guacamayo azul, ni a ver el atardecer con la chica de las aves, me gusta pensar que ambos son felices en libertad.