Todo empezó en El Espinal – Tolima hace 30 años, cuando yo apenas tenía 7 años.
En ese tiempo mis mayores preocupaciones eran aprenderme las tablas de multiplicar… o entender la biología de mamíferos, reptiles, anfibios, peces y aves.

Todo cambió cuando mi papá llegó procedente de Aguachica – Cesar, donde cultivaba algodón. Aquella noche, el olor a guayaba y banano que salía del carro lo hacía todo distinto. En mi ingenuidad no entendía por qué mi papá —y todo lo que traía— tenía ese aroma…

Segundos después se reveló el misterio: sacó del carro una caja envuelta en una cobija de cuadros rojos y azules. Me empiné para ver mejor; solo entendí qué era cuando la puso en el piso, quitó la cobija y apareció un ser que no lograba identificar. A simple vista no era lindo: frágil, diminuto, sin plumas… pero vi su pequeño pico.

—¿Qué es eso, pa?
—Una lora —dijo él.
—¿Cómo se llama?
—¡Maruja!
—¿Maruja, como Tola y Maruja… las de la televisión?
—¡Sí!

Desde ese momento la rebauticé Marujita.

Con el paso de los días —y tras aprender cómo cuidarla, alimentarla y enseñarle a hablar— surgieron sus plumas verdes y esponjosas, el copete amarillo radiante, los “hombros” rojos y los ojos naranja vibrante cuyas pupilas crecían cuando se emocionaba. Era el ave más linda que había visto… nada que ver con las ilustraciones de mis libros de biología o las láminas del álbum de chocolatinas Jet.

Se suponía que Maruja sería la mascota de la casa y también de mi hermano, pero desde el primer instante fuimos Maruja y yo

Maruja y yo montando bici por el barrio…
Maruja y yo yendo a la tienda por la Coca-Cola litro para el almuerzo…
Maruja y yo durmiendo con el ventilador en la cara cada tarde…
Maruja y yo en todas las fotos de cumpleaños y en la primera comunión…
Maruja y yo descubriendo sus frutas favoritas (¡todas las que tenían semillas!)…
Maruja y yo compartiendo el amor por el chocolate con pan…
Maruja y yo repitiendo mil veces una palabra hasta que la aprendiera…
Maruja y yo en Navidad, abriendo su regalo: una cestica de frutas…
Maruja y yo en el patio, con el atomizador, mientras ella extendía las alas bajo el calor.

Podría seguir: dejó de ser “mi mascota” y pasó a ser mi amiga… una personita con pico, plumas y garritas. Durante casi 15 años me enseñó a querer sin vergüenza, a cuidar sin esperar nada, a perder el miedo a los diminutivos. Con ella descubrí el amor.

Hasta aquí todo parece una película de Disney… pero la vida real no lo es. Lo entendí el día que perdí a Maruja: supe lo que es el duelo y nació ese pensamiento tan difícil de superar… “Es mejor no amar para no sufrir la pérdida”.

Yo vivía en Bogotá estudiando publicidad. Viajaba a verla y, a veces, mis papás la traían en una cajita acolchada.

Una noche, a las siete, mamá llamó: ladrones habían entrado a casa… y, entre todo, se llevaron a Maruja. Papá me explicó que pedirían recompensa. Sentí ira mezclada con esperanza.

Hicimos cuñas en la radio —mi tía Fidelina es periodista—, ofrecimos dinero, pasamos su foto por televisión, explicamos qué frutas darle… silencio.

Meses después, alguien le dijo a mamá:
—No busquen más. La lora está muerta.
Había muerto asfixiada dentro de un vestido con el que el ladrón intentó callarla.

La esperanza se tornó culpa:
Esto no habría pasado si no me hubiera ido… si me la hubiera llevado… si estuviera en la selva…

Descubrí la raíz: las aves deben estar donde pertenecen. Nada habría ocurrido si Maruja no hubiera sido arrancada de su hábitat. Hoy solo queda su recuerdo.

Así fue mi primer amor. Ahora Maruja y yo vivimos en mis sueños: la baño, le doy frutas y le rasco la cabecita…

PD: Encontrar su fundación me emocionó. Quiero apoyarles y, como publicista, ofrecer mi ayuda… tal vez así alivie la culpa de lo que le pasó a Maruja.

Atte.
Andrés Núñez