Han pasado ya dos años desde que mi primo, el escritor Damián Larrea, fue encontrado muerto en mi hogar, en la antigua casa de la calle Palermo. Sin embargo, lejos de disiparse, el misterio que rodea su muerte ha cobrado una extraña, casi metafísica vitalidad. En las tabernas del pueblo, entre murmullos que se cruzan como trenes fantasmas, los ancianos aún hablan del único testigo de aquel crimen: mi loro políglota llamado Sócrates, condenado a repetir eternamente una súplica final.

¿Cómo llegó el loro a mi vida? Sócrates no fue comprado ni regalado: llegó a mi vida como llegan las revelaciones, de manera inesperada y serena. Una tarde de septiembre, mientras yo recorría un mercado polvoriento en un pueblo olvidado por los mapas, encontré una jaula oxidada donde un joven loro, flaco y triste, balbuceaba palabras en castellano. Sus ojos no pedían compasión, sino algo más profundo: ser reconocido como un igual. Yo sentí un estremecimiento inexplicable —como quien se ve obligado por un mandato interior que no puede eludir— y, sin pensarlo, negocié su libertad inmediata. El loro, al que más tarde bauticé con el nombre de Sócrates, lo llevé a mi casa de la calle Palermo no como una adquisición, sino como un compañero de exilio.

El 16 de abril de 2023, yo llegué a la casona tras una jornada agotadora en la oficina. Al empujar la puerta, nada parecía fuera de lugar. No había cerrojos rotos ni ventanas abiertas. Pero algo más grave, más invisible que la violencia física, flotaba en el ambiente: un silencio tan denso que se podía cortar. Y sobre ese silencio, la voz agónica de mi plumífera mascota: “No me mates, Claudio, no me mates.” El cuerpo de mi primo yacía en el suelo de madera, inmóvil, con una expresión de resignada incredulidad. Había caído en mi propia casa, en el refugio donde soñaba mundos utópicos, a manos de quien había confiado ciegamente. El expediente judicial reconstruyó la escena con la precisión de un entomólogo. No había señales de entrada forzada. El asesino, Claudio Becerra, había sido invitado a pasar. Claudio no era un extraño: era nuestro pagadiario, una figura casi mítica en el pueblo, famoso por su obsesión de cobrar hasta la última moneda, incluso a los muertos. No era raro verlo deambulando entre las tumbas, reclamando deudas olvidadas, o participando en sesiones espiritistas donde exigía, mediante la tabla ouija, el pago de cuentas en el más allá.

Claudio se había vuelto célebre un año atrás por impedir el entierro de un pianista y afirmar que las deudas eran inmortales. Todo sucedió un domingo de mayo. Claudio, armado con una ouija, una vela negra y un megáfono, exigía que el difunto “respondiera como hombre, aunque fuera ectoplasmático”.

Claudio se plantó frente al ataúd y recitó con voz firme: “El cuerpo muere, pero la deuda permanece. Así lo dicta la metafísica del cobro.” Acto seguido, desplegó su tabla ouija sobre la lápida provisional y comenzó a invocar el espíritu del pianista, a quien acusaba de deberle 850 mil pesos, dinero supuestamente destinado a componer su última pieza para piano: “Cómo no deberle nada a nadie”.

“Yo no vengo por venganza, vengo por justicia financiera trascendental”, dijo Claudio ante una audiencia compuesta por dolientes, dos curas confundidos y un sepulturero que lo aplaudió discretamente.

Los dolientes del pianista intentaron continuar con el sepelio, pero el pagadiario Claudio se encadenó al féretro hasta que fue retirado por la Policía, no sin antes prometer que visitaría al pianista “todos los días de muertos” y que abriría una línea de cobranza interdimensional llamada “Más Allá Cobros S.A.S.”

Días después, la familia del pianista decidió cambiar su epitafio, que originalmente decía: “Aquí descansa en paz”, por uno más prudente: “Aquí intenta descansar en paz, pero debe 850 mil”.

Mi primo Damián, con su suerte literaria deshecha tras años de derrotas en concursos y certámenes, le rogó a un enfurecido Claudio que le diera más tiempo para saldar la deuda. Prometió pagarle con el dinero del premio del concurso de poesía tan pronto publicaran el fallo de los Juegos Florales de su pueblo. Pero Claudio, ciego de impaciencia, le dijo que llevaba tres largos años esperando a que él ganara un concurso para pagarle la deuda y siempre perdía. Fue entonces que optó por el crimen.

Tras la tragedia, un fino reguero de sangre guió a los investigadores hasta la carnicería de Roberto del Solar, cómplice de Claudio Becerra. Allí, entre el hedor de la carne y los ecos de cuchillos, hallaron camisas y pantalones ensangrentados. Especialmente, una camisa de puños saturados en rojo que parecía contar, en un idioma más elocuente que cualquier declaración, el horror de la noche pasada.

Durante el juicio que conmocionó al pueblo, mi loro Sócrates, prisionero de su naturaleza de repetidor inocente, se convirtió en el testigo inesperado. Aunque el abogado de Claudio alegó que la ley no reconoce aún el testimonio de seres no humanos, su incesante repetición de la frase final “No me mates, Claudio, no me mates.” caló profundamente en el jurado y en el público. Cada vez que Sócrates pronunciaba aquellas palabras, era como si la voz del asesinado regresara desde el umbral de la muerte para señalar al culpable.

El juez, antes de pronunciar la sentencia contra Claudio, dijo que los filósofos contemporáneos nos enseñan que los límites entre lo humano y lo no humano son ficciones morales construidas sobre la arrogancia del antropocentrismo. Dijo que Damián, hombre sensible a las heridas invisibles, había intuido esta verdad. Quizás por eso en su biblioteca había libros de Derrida, Lévinas y Deleuze subrayados con furia amorosa. Quizás entendía que todo cautiverio, incluso el del loro que lo había acompañado, era una traición a la naturaleza profunda de la vida.

Hoy, la vieja casa de la calle Palermo sigue abandonada, asediada por la putrefacción de los recuerdos. Los vecinos aseguran que en las madrugadas, cuando la niebla baja como un sudario sobre el pueblo, puede escucharse una súplica lejana, temblando entre los plátanos y las paredes agrietadas: “No me mates, Claudio. No me mates.”

No es un fantasma quien habla. Es la memoria. Es el eco de una libertad perdida, reclamando justicia no solo para Damián, sino para todo ser arrancado de su derecho a volar.