Lo que 234 loros nos enseñaron sobre cuidado, libertad y tráfico ilegal en Colombia

Por Alejandro Rigatuso, Director de Fundación Loros.

Lorenzo va a la escuela. Y no es un chiste.

A las 5:30 de la mañana, cuando el sol apenas comienza a dorar las hojas del samán, un destello verde cruza el cielo con aleteo firme. Tiene la frente amarilla, los ojos atentos… y la dirección clara: la escuela. Es Lorenzo. Un loro real. Un alumno más.

Esa mañana —como todas— nadie lo llevó al colegio. Fue solo. Se posó en los salones, caminó entre los cuadernos, escuchó con atención la clase de ciencias naturales del profesor Camilo.  A la hora del almuerzo, se unió a los niños en el comedor. Por la tarde, voló a su árbol favorito para dormir. Libre. Querido. Respetado.

Esto ocurre en La Esmeralda, un caserío de apenas 50 casas en la zona rural de Puerto Carreño, Vichada. Allí, Lorenzo no pertenece a nadie. Pero todos lo cuidan. 

Y sin embargo, Lorenzo es la excepción. Porque en Colombia, el canto de los loros no siempre viene del bosque. A menudo —y a pesar de ser ilegal— suena desde una jaula colgada en un patio, una finca o una sala. Son loros que no vuelan, que no ven otros loros, que aprendieron a repetir palabras humanas… sin poder hablar su propio idioma.

Por eso, hace algunos meses, la Fundación Loros (Villanueva, Bolívar) —una organización sin fines de lucro dedicada a la rehabilitación y protección de loros, guacamayas, pericos y cotorras— lanzó un concurso literario con una idea sencilla pero poderosa: invitar a las personas a contar su historia con un loro. Así nació “El Espíritu de los Loros”.

Todo lo que sigue ocurrió de verdad. 

¿Quiénes son los loros?

Antes de hablar de jaulas, de liberaciones o de rescates, vale la pena detenernos en una pregunta que casi nunca se formula con la seriedad que merece: ¿Quiénes son los loros? No qué. Quiénes.

A las cinco de la tarde, como si una campana invisible sonara en lo alto del Amazonas, el cielo sobre Leticia se llena de alas. Miles de loros sobrevuelan el Parque Santander, dando vueltas sobre las palmeras, lanzando al aire vocalizaciones que solo sus compañeros entienden. Se buscan. Se llaman. Se reconocen. Y duermen juntos.

Los loros son profundamente sensibles y sociales.  Se ha demostrado —al menos en algunas especies— que cada cría recibe de su madre un “nombre”: una vocalización única, irrepetible, que la identifica para toda la vida. 

Viven en bandadas muy unidas, de 20 a 40 individuos, a veces más. Cantan cuando llueve. Se camuflan entre el verde cuando hay peligro, y a veces —solo por juego— se balancean en las ramas como niños en un columpio.

Su inteligencia puede compararse con la de un niño en edad preescolar. No sólo imitan sonidos: aprenden. Se expresan. Reconocen gestos, tonos, ritmos, y —si se les enseña— usan palabras humanas con intención. Viven muchísimo. Algunos más de 80 años. Cuando eligen pareja, es para toda la vida: son monógamos.

En libertad, cumplen un rol esencial: dispersan semillas, regeneran bosques, equilibran ecosistemas.

Comprender quiénes son los loros es el primer paso para asimilar las siete lecciones que nos legaron sus historias. 

1. No todos los que tienen un loro lo estaban buscando

Era agosto de 2002, y en todo el país se escuchaban fuegos artificiales por la posesión presidencial de Álvaro Uribe. En Medellín, entre los estallidos y el bullicio, una pequeña cotorra, asustada, se desorientó en el cielo y fue a dar de frente contra la ventana de una casa familiar. El vidrio se rompió. Y también la rutina de un papá, una mamá, una niña de 12 años y un niño de 8.

Así comienza “El vuelo de Lulú”, una de las historias finalistas del concurso, que cuenta cómo una inesperada visitante con alas transformó, sin quererlo, la vida de toda una familia.

Como esta, muchas historias del concurso muestran lo mismo: la mayoría NO busca un loro. El loro llega.

A veces, como Lulú, cae del cielo. Otras, aparece en una carretera, temblando entre las manos de niños que acaban de robar un nido. Llega en cajas de cartón ofrecidas por extraños en el mercado, o en brazos de alguien que no sabe qué hacer con él. 

Todo suele empezar con un encuentro inesperado. Luego viene la compasión. Y después… el desconcierto. ¿A quién llamar? ¿Dónde llevarlo? ¿Qué hacer con un animal que necesita ayuda pero no tiene a dónde ir? La falta de opciones —de rutas claras, accesibles y seguras— hace que, casi sin querer, el cariño se convierta en encierro. No por egoísmo, sino por la ausencia de caminos mejores.

2. Antes del cariño, hubo una captura

No todos los loros llegaron por accidente. Algunos cayeron de un árbol, sí. Otros entraron volando por una ventana. Pero muchos —demasiados— llegaron por una historia más dura: fueron arrancados del nido.

Algunos por una travesura que nunca debió normalizarse. Un domingo de abril de 2020, en Santa Catalina, Bolívar, una familia se topó con un termitero en un roble —como tantos que las cotorras usan para anidar en el bosque seco tropical. Lo abrieron con curiosidad. Adentro, tres pichones de cotorra carasucia piaban, ciegos al mundo. “Un regalo para los niños”, dijeron. Esa noche, dos murieron. Solo una sobrevivió: Cuqui.

Otros por codicia, necesidad o costumbre. Muchos fueron sacados del bosque por personas que sabían exactamente lo que hacían: romper el hogar de unos polluelos para obtener un beneficio rápido. Esa oferta clandestina irrumpe en el mercado y activa una voz interna en el comprador: “Lo tendré mejor que quienes lo capturaron”. Frente a esa promesa de “salvarlo”, pocos resisten el impulso de comprar. El cazador vende, el comprador compra… y el ciclo se refuerza.

Por eso, no basta con cortar la demanda. Si no frenamos la captura —si no cerramos la primera puerta—, la historia volverá a empezar.

3. La soledad es la peor jaula

Uno de los aprendizajes más repetidos entre los relatos fue el sufrimiento silencioso de los loros que viven solos. No es de extrañar, puesto que en libertad los loros habitan en bandadas: se llaman por su “nombre”, juegan, exploran, se acicalan, comen, vuelan juntos y duermen cerca unos de otros. En casa, a menudo no tienen nada de eso. Cuando un loro pasa los días sin compañía, sin ramas donde trepar, sin nada que explorar, sin viento, sin lluvia, sin el canto de otros… lo único que le queda es su propio cuerpo. Y así, una pluma tras otra, comienza a arrancárselas. Ese comportamiento se llama picaje. No es rebeldía. Es aburrimiento. Es tristeza. Un lenguaje sin palabras, pero con señales claras.

4. Los loros no son juguetes ni regalos para niños

“Dormía conmigo. Tenía su casita, pero me buscaba en la noche, y yo —sin saber el peligro— la dejaba. Hasta que un día nos acostamos viendo televisión en Medellín… y no despertamos juntas. Chochi se había metido entre las cobijas, buscando calor, y se quedó sin aire. Intenté darle respiración boca a pico, pero era tarde.”

Así lo contó una de las participantes del concurso. Tenía seis años cuando su tío le regaló a Chochi.

Muchas historias del concurso comenzaron con un gesto bienintencionado: un loro obsequiado a una niña. Pero muchas de ellas terminaron en tragedia. Porque, aunque esté rodeado de cariño, un loro no es un peluche ni una mascota para aprender a cuidar. 

Leímos sobre periquitos aplastados por accidente, cotorras desnucadas tras juegos bruscos, aves tratadas como juguetes —no por maldad, sino por desconocimiento. La infancia, por naturaleza, está llena de juegos, descuidos e impulsos. Pero un loro no debería estar ahí para asumir las consecuencias.

Estas historias no buscan señalar con el dedo, pero sí invitan a mirar de frente una verdad: los loros no son juguetes para niños. 

5. El miedo a las autoridades también encierra

“El loro cayó al río Magdalena. Estaba herido, mojado, sin fuerzas. Mi hermano se lanzó al agua y lo rescató nadando. Lo sacó entre sus manos, temblando. Desde el amor que siempre he sentido por los animales, rogué a mis padres que nos dejaran cuidarlo. No sabíamos todo lo que vendría. En casa lo bautizamos Stiven. Pero cada vez que lo llamábamos así, fruncía las plumas y respondía, molesto: —No… Yoe. Y desde entonces, fue Yoe.”

Así, Yoe vivió ocho años junto a Cielo, una adolescente que lo cuidó con compromiso: investigó sobre su especie, adaptó su rutina para garantizar su bienestar y hasta eligió estudiar Biología, inspirada por él. Consciente de que Yoe merecía una vida más cercana a la naturaleza, tramitó su entrega a la autoridad ambiental, convencida de que allí recibiría atención profesional.

Yoe fue recibido, valorado médicamente… y tres semanas después, murió. La noticia causó un duelo profundo.

Pero entonces surge una inquietud difícil de ignorar: ¿cómo pedirle a la ciudadanía que confíe y entregue a estas aves, si las instituciones no siempre están preparadas para recibirlas y brindarles el proceso de rehabilitación que merecen —especialmente cuando cada año se incautan miles de ejemplares? 

La desconfianza hacia las instituciones hace que, incluso con la voluntad de hacer lo correcto, muchas aves sigan en cautiverio.

Fortalecer las capacidades institucionales es urgente e indispensable para que el gesto de confianza de la ciudadanía no termine en frustración, sino en verdadera recuperación.

6. Un zoológico ético o un santuario pueden ser una mejor opción

Lo ideal sería que todos los loros volvieran a la libertad. Pero no siempre es posible. Algunos tienen las plumas cortadas, otros han perdido habilidades básicas o están demasiado habituados a los humanos. Aun así, eso no significa que deban vivir en soledad.

La historia de Rina, contada en el relato “Coro de guacamayas”, lo demuestra. Esta guacamaya bandera pasó décadas en una jaula, hasta que el abuelo de Andresito decidió llevarla a un zoológico de Medellín. Allí no fue encerrada, sino integrada poco a poco a una bandada de guacamayas que habita libremente en los árboles que rodean un lago.

Diez años después, Andrés volvió al zoológico como estudiante. Y al pasar cerca del lago, una voz lo sorprendió desde lo alto: “¡Llegó Andresito!”. Era Rina. Y detrás de ella, un coro de guacamayas. No solo recuperó movimiento y estímulo. Recuperó algo más profundo: pertenencia.

Este ejemplo muestra que, cuando no hay opción de libertad plena, un santuario o zoológico ético puede ofrecer un puente. Un lugar donde no solo sobreviven… también cantan.

7. Soltar no siempre es liberar: por eso, las liberaciones deben ser guiadas por expertos

Abrir una jaula no basta. Para un loro criado en cautiverio, la libertad sin preparación puede ser una condena: no sabe buscar alimento silvestre, evitar depredadores ni volar lo suficiente. Sin el apoyo de una bandada, sus posibilidades de sobrevivir son mínimas.

Los estudios lo confirman: cuando las liberaciones son abruptas, menos de tres de cada diez aves sobreviven al primer año; en cambio, si se siguen protocolos adecuados, las tasas de éxito superan el 60 % e incluso pueden llegar a 100 % en algunos casos.

¿Pero qué implica una liberación bien hecha?  Implica un ave que vuele con fuerza y resistencia, que sepa —o pueda aprender— a alimentarse sola en un entorno silvestre, y que haya recuperado la socialización con otros loros. Implica liberar en bandadas; algunos expertos recomiendan liberar grupos cohesivos de al menos 7 individuos. 

Implica también un ecosistema rico en alimento y seguro para su especie y una comunidad humana que no la persiga, sino que la respete, especialmente si ha convivido anteriormente con humanos.

En muchos casos, requiere haber pasado por un aviario de pre-liberación, donde se adapta al entorno real, y contar con apoyo alimenticio y seguimiento tras su liberación, para monitorear su bienestar y asegurar su integración.

Desde Cartagena, Natalia relata con tristeza la historia de Pepe, un loro real que soltó por amor. Quería que volara. Que fuera quien era. Pero nunca regresó. Su ausencia dejó preguntas que aún duelen: ¿sobrevivió? ¿estará solo?

Epílogo: La comunidad es el nuevo refugio

Entre más de 230 testimonios, hubo historias luminosas de libertad, otras cargadas de duelo, y muchas que transitaron un camino intermedio: el de quienes cometieron errores, pero también aprendieron; quienes transformaron su vínculo con el ave y, con ello, su forma de mirar el mundo.

Pero si algo quedó claro es que el problema no se resuelve solo liberando aves. Ni basta con dejar de comprar. El desafío es mucho más profundo: es cultural.

En muchos relatos, la libertad no vino de una jaula abierta, sino de una comunidad despierta. Así ocurre en La Esmeralda, Vichada, donde Lorenzo —ese loro real que cada mañana vuela solo hasta la escuela— no es libre a pesar de su comunidad, sino gracias a ella: nadie lo encierra, todos lo cuidan, y allí se enseña algo simple pero poderoso… respeto.

Mientras sigamos viendo como “normal” que un niño trepe un árbol para robar un nido, seguiremos fallando. Porque no es una travesura: es una señal de lo que no supimos enseñar. Y si lo justificamos con frases como “así lo hacíamos todos”, “es parte de crecer en el campo”, o “es solo un animalito”… lo que estamos transmitiendo es un permiso para dañar.

Esa transformación empieza por los adultos. Por las mamás que enseñan a sus hijos a cuidar, no a cazar. Por los papás que reconocen que un loro no es el mejor regalo. Por los dueños de finca que no permiten que sus trabajadores saquen pichones del bosque. Por maestras, abuelos, vecinos, líderes… porque educar no es solo tarea del colegio: empieza en casa, se refuerza en la escuela y se honra en comunidad.

Pero cambiar la costumbre también implica ofrecer mejores opciones. A esos niños que hoy trepan árboles para sacar un loro, debemos abrirles otras puertas: programas de educación ambiental, deporte, música, voluntariados, y experiencias reales de contacto con el bosque —sin necesidad de capturarlo. 

Y a las comunidades que hoy dependen económicamente del tráfico de fauna, no basta con prohibir: hay que ofrecer alternativas dignas, sostenibles y legítimas. Crear modelos donde la vida silvestre vale más viva que capturada no es parte esencial de la transformación que necesitamos.  En los Llanos Orientales, La Aurora demuestra que el safari llanero puede generar ingresos desde la conservación; y en Bolívar, la Fundación Loros combina turismo de naturaleza en una reserva natural con la rehabilitación de loros rescatados del tráfico ilegal.

Como reflexión final, el aprendizaje de estas 234 historias es claro: respetar el vuelo de los loros no es solo un acto ecológico, es un acto de respeto. Es aprender a cuidar a quienes no pueden defenderse, a mirar con otros ojos al más pequeño. Y en ese gesto sencillo, empieza algo mayor: una cultura del cuidado, una ciudadanía nacida de la empatía.

Este artículo fue publicado primero en El Espectador.

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