Azul se quedó solo.
Nadie lo dijo, pero él lo supo.
Se quedó ahí, en lo alto de mi techo, entre tejas quebradas y cielo abierto, con una sombra menos en su vuelo y un silencio nuevo en las tardes.

Yo lo vi día tras día. Primero eran dos inseparables: bajaban al cable, se acercaban a mirar, exploraban con timidez el agujero en mi techo y escogieron ese rincón como su refugio. Un hueco sencillo, pero suficiente para que continuaran con sus vidas después de quizá haber escapado de una jaula. Yo los escuchaba desde mi cama: eran como tenerlos al lado, hacían mucho ruido al vocalizar y morder la madera. Había algo en esa escena que me llenaba, como si por fin algo pequeño y perfecto estuviera colmando mi alma.

Pero un día ella no volvió, y él sí. El 3 de marzo de 2025, solo diez días después de haber llegado a su nueva casa, la pareja de inseparables no entró a su refugio antes de que el sol se despidiera para darle paso al anochecer. Ese día solo vi llegar a Azul; su compañero amarillo y verde no aparecería nunca más.

Con casi dos semanas de observación desde uno de los agujeros entre las tejas y la fachada de mi apartamento, mi vínculo crecía cada día más. Mi interés por saber de esa especie se hacía cada segundo más grande, y me comencé a angustiar por lo que leía en Internet, pues todas las páginas hablaban de que esta especie siempre vivía acompañada y que cuando uno de los dos agapornis se queda solo por la pérdida de su pareja, la tristeza suele hacerlo “volar al cielo de las aves”.

Comencé a observar el comportamiento de Azul. Ya no estaba el otro agapornis que todo el día lo acompañaba en su rutina —volar cerca de mi casa o posar sobre mi techo mordiendo la madera—. Desde ese momento comenzó a posarse más tiempo sobre el techo del edificio de enfrente o sobre los cables, y emitía el sonido que yo asociaba como llamado para que su inseparable fuera a reunirse con él.

Lo hizo una vez, luego otra y otra más. A veces se quedaba parado en el borde, mirando hacia adentro, como si esperara que apareciera, o como si intentara entender lo inexplicable. Entonces empezó a dormir solo, en el mismo hueco, con el mismo frío y la misma rutina, situación que arrugó mi corazón y aumentó mi preocupación. Para agravar las cosas, en casi dos semanas desde su llegada no lo había visto comer. Intenté con casi todas las frutas y nunca se acercó, hasta que el desespero de imaginar el peor escenario para el solitario agapornis me llevó a comprar alimento para aves en una tienda de mascotas. Ahí descubrí que lo único que come es alpiste, y que al parecer donde estuvo antes no le dieron otra opción de alimento.

Fue entonces cuando comenzó a acercarse más, no a mí, sino a la comida que dejaba en la ventana. Al principio bajaba con desconfianza, como quien no quiere ser visto en su fragilidad, pero el hambre tiene sus propias reglas. Su vuelo nervioso poco a poco se convirtió en rutina: bajaba del techo una, dos, tres veces al día, hasta que, a la sexta noche, desde su incansable llamado y noches en solitario, decidió volar por primera vez más allá del techo que está frente a mi habitación.

Ese día, a las 5:30 de la tarde, empezó a oscurecer. Ya era hora de que regresara, pero aquella tarde fue diferente: su exploración lo llevó a un nuevo refugio y no regresó para acompañarme con ese sonido que ya se había convertido en algo importante en las noches. Confieso que me costó conciliar el sueño; no dejaba de pensar en el agapornis, en su futuro, en si encontraría alpiste en otro lado o a otro compañero, pues en mi vida he visto agapornis en libertad, nunca fuera de jaulas. Era muy pronto para tener otro duelo, pues aún no superaba —y no supero— pensar en lo que le pudo haber pasado al “fisher” verde y amarillo de Azul para dejar solo a su fiel compañero.

La mañana siguiente era clave para saber si la ausencia de Azul obedecía a que solo se había alejado y no había vuelto. Madrugué y me paré en mi ventana a esperar el motivo de mi desvelo: quería que regresara a comer y a su hogar en mi techo. De la nada, vi volar a mi lorito de alas azules con dirección al tubo de acueducto que hay sobre mi ventana. Desde allí me observó, vocalizó y analizó el entorno para ver si tenía comida para bajar a su encuentro. En ese momento tomé su platito improvisado —pues nunca había tenido aves porque odio el maltrato animal y la condena injustificada en rejas— y le serví alpiste. No imaginé que esa sería mi rutina: Azul seguía viniendo, pero solo a comer; ya no a dormir.

Yo aprendí a estar ahí. Y no me refiero solo a abrir la ventana y dejarle comida. Me refiero a estar de verdad: a no salir, a cancelar planes, a quedarme solo para poder abrirle cuando llegara, porque si dejaba el plato puesto las tórtolas se lo robaban. Empecé a leer el cielo y a conocer sus horarios; aprendí a distinguir su llamada entre los demás sonidos, y él, de algún modo, entendió que si me llamaba, yo salía. A veces bastaba una vocalización leve desde el tubo frente a mi ventana.

Lo observaba mientras comía. Siempre me daba la cara, vigilante, no con ternura, sino con la mirada de quien no quiere volver a ser atrapado, y yo nunca lo forcé. Aunque mi corazón gritara “quédate”, él venía a recordarme que el amor más real no tiene jaulas.

Le puse “Azul” por su plumaje blanco y azul cielo, y porque desde que se quedó solo empezó a pintar de melancolía mis días.
Me volví su guardián desde la distancia y, sin saber dónde pasa la mayor parte del día, su testigo, su espera, un humano preocupado por escenarios que acaban con mi tranquilidad —que caiga en manos malvadas, que un depredador apague sus ojos o que yo ya no esté y no encuentre comida—. Pero también entendí algo que me dolió y liberó al mismo tiempo: no soy su refugio, soy apenas una parada en su vuelo.

Sé que vendrá el día en que no regrese; lo pienso cada vez que tarda más en venir. Me pregunto si encontró compañía, si halló otro rincón, si está bien. Me aterra pensar que quería mudarme, dejar esta casa, viajar… ¿pero ahora cómo haré? Me duele imaginar que podría morir de hambre sin este punto de encuentro. Pero aunque me angustie, no contemplo atraparlo. Porque si hay algo que Azul me enseñó, es que la libertad es el lenguaje del alma.

Me dejó muchas cosas:

  • El arte de esperar sin reclamar.

  • El valor de no poseer.

  • El amor que se demuestra con respeto.
    Y una certeza: el vínculo más profundo no siempre necesita contacto; basta la presencia sincera.

A veces me ilusiono con que algún día no solo venga a comer, sino que me mire distinto, confíe más, haga un gesto, un juego, algo que me haga sentir que también me recuerda. Pero si no ocurre, está bien, porque yo sí lo recordaré siempre.

Hoy, al escribir esta historia, me siento feliz porque mi pequeño inseparable sigue viniendo: a veces una, otras dos y hasta tres veces al día. Ya son más de dos meses desde su llegada y desde que su compañero partió sin jamás regresar.
Hoy puedo decir que estos loritos sí pueden ser fuertes y superar un duelo. Y si un día lo veo volar en grupo con otra especie de aves o tal vez con un agapornis, libre, feliz o acompañado, no lloraré; cerraré los ojos, lo nombraré en voz baja y pensaré:

“Azul se quedó solo… pero luego encontró el cielo otra vez.”