Desde que tengo memoria, las aves han sido parte esencial de mi vida. Mi mamá (QEPD) tuvo mirlas, toches y loros, y heredé de ella ese amor profundo por estos seres tan nobles y sabios. Por eso, cuando Carlitos llegó a mi hogar, sentí que su llegada era un lazo que me conectaba no solo con la naturaleza, sino con mi historia familiar.

Carlitos apareció como un regalo muy especial un año después de perder a Rebecca, otra ave que había llenado de alegría mis días. Lo había rescatado la mamá de mi cuñado, una mujer de gran corazón que lo encontró cruzando una autopista en Bucaramanga. Ella lo cuidó durante dos décadas, pero con el paso del tiempo y por su avanzada edad ya no podía seguir atendiéndolo. Sabiendo cuánto amo las aves y la naturaleza, decidió confiármelo. Fue una sorpresa enorme para sus hijos, quienes no podían creer que, después de tantos años, la mamá de mi cuñado decidiera regalarle Carlitos a otra persona.

Al principio, Carlitos se mostró desconfiado. Él había pasado gran parte de su vida con quien lo rescató, y me miraba con recelo: dudaba en darme su pata, en querer estar conmigo, en “hablarme”. Sin embargo, en menos de una semana, algo cambió. Conversarle, demostrarle con gestos que estaba allí para cuidarlo y darle amor acabó por abrir su corazoncito. La conexión entre nosotros fue casi inmediata y profunda. Me convertí en su compañera inseparable: cada vez que volvía del trabajo, su emoción al verme me recordaba lo importante de lo esencial. Se alborotaba, gritaba con alegría y me extendía su patica; esos momentos, después de cerrar la computadora, eran los más valiosos de mi día.

Carlitos me acompañó durante mi etapa adulta, tanto en los días comunes como en los hitos importantes. Le fascinaba bañarse bajo la lluvia en la terraza, entre mis plantas, como si aprendiera a purificarse en cada gota. Viajamos juntos en pequeños paseos, compartía con mis otros pajaritos (unos fishers), jugaba con mi familia y celebrábamos cada diciembre con tamal y chocolate caliente. Tenía un carácter travieso y dulce: le encantaba intentar robarme pedacitos de tamal o arrebatarme un trozo de pan con chocolate, aunque sabía muy bien que no debía. Era un loro frentiroja (Amazona autumnalis) de una inteligencia sorprendente: se mostraba celoso cuando mi novio me abrazaba y, en una oportunidad, le dio un pico, jajaja. Su personalidad tan marcada me enseñó el verdadero valor de la compañía sincera. Con él entendí que la felicidad está en lo simple: un techo, una comida compartida y cariño genuino.

Una de las experiencias más difíciles y conmovedoras con Carlitos ocurrió ya en su vejez, cuando tuve que ausentarme por unos días. Él quedó al cuidado de su antigua dueña y, al volver, noté que algo andaba mal: agitaba sus alas con fuerza, se aferraba al palo sin soltarse, y luego comenzó a mostrar signos de parálisis en la mitad de su cuerpo. Con el corazón encogido, llamé al veterinario y, siguiendo instrucciones al pie de la letra, lo cuidé con dedicación: le di alimento directamente en la boca, lo mantuve en un lugar seguro y le susurré al oído palabras de aliento. Día a día, empezó a recuperar movilidad. Fue un susto enorme, pero también un momento de gran conexión. Allí comprendí que su cuerpo ya envejecía y que, aunque los loros pueden vivir muchos años, su tiempo conmigo no sería eterno.

Dos años después, durante otro viaje, su antigua dueña me llamó para darme la noticia de su partida. Carlitos murió tranquilo, tras haber comido fruta esa misma mañana. No estuve con él en ese instante, pero lo despedí con todo el amor posible, sabiendo que en vida compartimos mucho más de lo que las palabras pudieran explicar. Por supuesto, lloré mucho. Lo recuerdo cada 8 de mayo—pronto serán dos años sin él—pero ver sus videos, escucharlo en las grabaciones, me hace sentir alegría. Su canto me acaricia el alma y sé que ahora Carlitos está en un lugar mejor, volando libre entre árboles y otros loros, tal como él merecía.

Siempre supe que su naturaleza era volar y convivir con otros de su especie. Nunca lo mantuve enjaulado ni le corté sus alas. Carlitos tenía su espacio libre en casa y vivía en armonía, aunque yo también era consciente de que, por su edad y los años en cautiverio, era poco probable que pudiera regresar completamente a la vida silvestre. Aun así, lo cuidé con respeto y con la certeza de que él merecía algo más que mi compañía: merecía sentir el cielo en sus plumas y el viento en su pico.

Durante la pandemia, Carlitos fue mi compañía constante y esa presencia hizo toda la diferencia. Él me enseñó a mirar la vida de otra manera: cada vez que regresaba del trabajo, le bastaba verme para llenarse de entusiasmo. Era como una terapia diaria. Me ayudó a reordenar mis prioridades, a valorar el tiempo en casa y la conexión con quienes amamos. Con él aprendí que el amor no necesita palabras, solo presencia y cuidado.

Imaginar a Carlitos volando libre significa todo para mí. Aunque ya no está físicamente, pensar que su espíritu vuela alto, libre, entre árboles y otros loros me llena el corazón. Me hace feliz saber que su esencia trascendió las paredes de mi hogar y que su historia puede inspirar a otros a no tener aves en cautiverio. Hoy entiendo aún más la importancia de luchar por la libertad de quienes, como Carlitos, merecen volar en la naturaleza.

Por eso admiro tanto el trabajo de Fundación Loros. Sueño con conocerlos, con aprender de ustedes y, tal vez, ayudar a que más personas comprendan que tener un loro en casa no es un privilegio, sino una responsabilidad que debemos transformar. La película Río me marcó profundamente: me vi reflejada en Linda, la cuidadora de Blu, y comprendí que amar a un loro es también aprender a soltarlo.

Escribir esta historia es, para mí, un homenaje a Carlitos, a mi mami (quien, curiosamente, ayer 20 de abril habría cumplido 77 años; verla en videos siempre acompañada de loros y aves al fondo era casi un ritual) y a todos los loros que merecen volver a su cielo. A Carlitos, mi compañero durante casi quince años, nunca lo consideré simplemente mi “mascota”; fue mi maestro de libertad, mi amigo incondicional. Ahora su recuerdo vuela libre en mi corazón y, cada vez que lo imagino alzando el vuelo, siento que esa conexión traspasa el tiempo y el espacio.