¡Rina se escapó, Rina se escapó! gritaban los peones de la finca. Vi a mis tíos salir corriendo, quitándose la camiseta, en dirección a los trabajadores que corrían gritando que la guacamaya se había escapado. A Rina la había comprado mi abuelo unos años antes. Cuando la llevó a vivir a la finca donde él vivía con mi abuela y tíos, fue una sensación. No solo era un animal espléndido, con los colores de la bandera más vivos y brillantes que se puedan imaginar, sino que Rina ¡hablaba! Es común que los loros hablen, pero no es tan común que lo hagan las guacamayas. Prepararon para el animal parlanchín una bonita y gran jaula, con angeo de alambre y techo de zinc, muy amplia, y afuera, en una esquina del antejardín, cerquita de la casa principal.

Los primeros días, Rina llamaba a Julia y a Pachito (dos nombres desconocidos para nuestra familia). Los adultos llegaron a la conclusión de que debieron de ser sus dueños anteriores. Rina los llamaba y les pedía pan, se reía y conversaba en su flamante jaula nueva, y parecía disfrutar particularmente cuando llovía, pues armaba gran algarabía, cantaba y se reía. Poco a poco dejó de llamar a Julia y a Pachito, y aprendió los nombres de mi abuela y abuelo, gracias a la dedicación de mi abuela, que la consentía con galletitas y frutas diariamente y pasaba horas hablándole a la lora, hasta que esta reconoció a cada miembro de nuestra numerosa familia.

Cada que llegábamos de visita a la finca en vacaciones, Rina nos reconocía y llamaba a cada uno por su nombre, y los niños de la familia nos divertíamos bastante charlando con el animal. Era un verdadero prodigio de inteligencia y belleza. Al regresar de vacaciones, nuestra casa se llenaba de jarrones con coloridas y brillantes plumas que recogía mi abuela cada que a Rina se le caían para decorar la finca y regalar a los nietos. Siempre hubo plumas de guacamaya por esos años en mi hogar y era algo normal. Rina era tan querida como Pecas y Carola, los perritos mascota de la finca, solo que Pecas y Carola jamás llamaron a nadie por su nombre; Rina sí.

Muchos años pasaron y la guacamaya era como parte de la familia, siempre en su jaula de alambre. «Que viven hasta 80 años», oí decir a alguien una vez; nunca supe si era verdad a ciencia cierta. Pero Pecas y Carola vivieron y murieron, y luego llegó Pitufina, una perrita criolla flaca y pequeñita; también vivió y murió, y Rina seguía allí, en su jaula.

Un día cualquiera, durante unas vacaciones, jugaba con mis hermanos en una loma cercana a la entrada de la finca cuando oímos el escándalo: Rina se había escapado. Desde la altura de la loma alcanzamos a ver a mis tíos corriendo, ondeando la camiseta al cielo, y a los peones detrás, en una escena chistosísima, mientras por encima de ellos vimos al magnífico animal volando con su larguísima cola y alas extendidas. En realidad, era una vista magnífica, pues estábamos por encima de ella en altura, y recuerdo pensar que era una guacamaya diferente, no que era Rina, pues siempre, desde muy pequeño, la había visto en su jaula, parada, algunas veces con las alas extendidas, pero jamás en vuelo. Hubiera sido algo hermoso de no ser porque la queríamos como mascota, y pensar que se hubiera escapado me generaba angustia y confusión en ese momento. Siguió volando hasta meterse al monte y al bosque más allá de los linderos de la finca.

Durante horas, la búsqueda de Rina fue infructuosa, y en casa mi abuela prendía velitas a sus santos para recuperarla. Después de tantos años en cautiverio, el temor era que la pobre no pudiera sobrevivir en la naturaleza. Casi al anochecer, mientras mi abuela y los nietos rezábamos el rosario, en parte porque era tradición hacerlo todos los días a las seis y en parte pidiendo que encontraran a Rina, llegaron mis tíos triunfantes. Por fin entendí por qué se habían quitado las camisetas, pues el tío Rafa llevaba a la guacamaya envuelta cuidadosamente en su camiseta. Rina no parecía estar lastimada ni asustada, pero tenía grandes garras y un pico muy fuerte; era mejor tenerla envuelta, tanto por su bien como por el de mi tío, no fuera a ser picado, pues mi abuelo decía que, si se descuidaba, le podía arrancar un dedo de un picotazo. Volvió rápidamente la guacamaya a su jaula, mientras llamaba angustiada a mamá Ketty, rezando versos del rosario, que también se lo sabía.

Cuando mi abuelo se accidentó en el cafetal de la finca y tuvieron que operarlo del brazo y ponerle una platina, la familia decidió que lo mejor para su recuperación era que vendieran la finca y se volvieran a vivir a la ciudad. Así fue como Rina vino a vivir a Medellín. En la casa familiar había un patio grande, en el cual le construyeron una jaula igual de grande y amplia que la de la finca; pero, a diferencia de esa, en la cual tenía vista al monte y a la naturaleza por los cuatro costados, aquí la jaula se hizo de pared a pared, por lo que solo tenía vista al frente del patio y a la ventana interior de la habitación de mis abuelos. No más árboles, ni flores de jardín, ni pájaros silvestres, ni nubes ni monte para Rina.

Pasaron así más años, y Rina vivía en el patio, igual de charladora y burlona —porque le gustaba reírse y cantar—, y seguía reconociendo a todos los de la casa y llamándolos por su nombre. Cuando llegábamos del colegio, Rina nos llamaba a cada uno por su nombre y nosotros íbamos a saludarla. Le llevábamos mangos y papaya, y nos reíamos cuando regañaba a mis tíos, imitando casi a la perfección la voz de mi abuela, de la cual aprendió no solo a rezar, sino a echar cantaleta.

Por eso fue tan extraño cuando, un día cualquiera, mi abuelo me pidió a mí, por ser el nieto mayor (mis tíos ya habían hecho su vida y se habían ido de la casa), que le ayudara con algo. Me dio una cobija vieja y me dijo que lo ayudara a sacar a Rina. Ante mi confusión, me dijo que la iba a regalar al zoológico. Mi abuela, mi mamá y mis tías alegaban y gritaban que cómo era posible, que se había enloquecido, que por qué le había dado la locura al abuelo, que cómo se le ocurría regalar a la pobre Rina después de tantos años; pero no había nada que hiciera cambiar de parecer a mi abuelo. Yo obedecí más por miedo a que me castigara si no lo hacía que por entender sus justificaciones. Las quejas y gritos se convirtieron en llantos y súplicas, pero mientras sacábamos la guacamaya de su jaula, mi abuelo solo repetía que el pobre animal estaba muy estrecho en esa jaula, que no era justo para ella vivir ahí, que era mejor para ella estar en un zoológico… Nada de eso evitaba ese sentimiento de confusión e impotencia. ¿Cómo podía mi abuelo hacer eso a una mascota querida por tantos años?

Con mucho miedo ayudé a envolver a la pobre Rina en la toalla. Ella, aunque dócil, de vez en cuando repulsaba y lanzaba un picotazo, pero, sorprendentemente, mientras íbamos en el carro camino al zoológico, iba muy tranquila y hasta me dejaba acariciarle las plumitas de la cabeza. Yo trataba de contener el llanto, porque, según mi abuelo, los hombres no lloran, pero la verdad era como una despedida definitiva. Le tenía un gran cariño a la guacamaya y ya no recordaba cómo era vivir en una casa sin ella: sin su bulla por la mañana, que despertaba a todos con más eficiencia que un despertador; sin sus letanías y rezos a las seis de la tarde; sin la alegría que le daba cuando llovía; pero sí recordaba los gritos de susto que metía cuando caía un trueno: «¡Santa Bárbara bendita, protégenos de todo mal!», solía decir cada que sentía un rayo.

Cuando llegamos al zoológico, mi abuelo iba delante y yo llevaba con cuidado la preciosa carga, en medio de gran consternación. Mi abuelo habló con alguien del zoológico a la entrada y nos hicieron pasar a una oficina donde un hombre nos recibió amablemente y, ante la oferta del regalo de mi abuelo, preguntó el motivo mientras yo le entregaba la guacamaya envuelta. El hombre la revisó atentamente; se notaba su pericia al manipular este tipo de animales. La agarró firme, sin miedo, pero sin maltratarla; le extendió las alas con delicadeza y la miró bien por todas partes, mientras mi abuelo le decía que vivía en una jaula estrecha y casi ni le daba el sol. Casi suelto una risa de alegría (pero me contuve) cuando el veterinario le dijo a mi abuelo que por eso tenía las plumas tan bonitas y brillantes, que porque el sol les decoloraba las plumas. Recuerdo haber pensado: «Ya está, este señor no va a recibir la lorita», y sentí un cierto alivio que, sin embargo, no duró mucho. Ante la insistencia de mi abuelo, el veterinario le dijo que la iba a recibir, pero que no podía llevarla con las otras guacamayas (que, por cierto, no vivían enjauladas en el zoológico, sino muy a gusto en los árboles alrededor de un pequeño lago artificial), ya que era extraña e introducirla de repente podría hacer que las demás guacamayas no la aceptaran y la atacaran, e incluso podrían matarla. A mis trece años, pregunté preocupado al veterinario si, en verdad, estaría mejor allá que en su casa, con su familia, y él me dijo que sí, que iba a estar con otras de su especie, pero que primero tenía que pasar un proceso de cuarentena, que no la podía dejar «suelta» de una vez como a las otras guacamayas que ya estaban acostumbradas a vivir en libertad. Yo, curioso, seguía preguntando, siempre con el recuerdo en mente del día que Rina se escapó en la finca, que cómo hacían para que las guacamayas del zoológico no se volaran si no estaban enjauladas, y él me explicaba que ellas reconocían su territorio, que incluso volaban por los alrededores de la ciudad y luego retornaban al zoológico, pues ese era su hogar; que Rina iba a estar enjaulada por un tiempo y que la iba a ir presentando de a poquitos a las demás guacamayas hasta que se acostumbraran a ella y la pudieran liberar. Yo le contaba al veterinario que Rina hablaba, que nos reconocía a todos los de la casa, que era rezandera… Al veterinario no pareció asombrarle; dijo que eran muy inteligentes, que no era muy normal que las guacamayas hablaran, pero que tampoco era imposible; sin embargo, lo que más me entristeció fue que me dijo que, una vez integrada a la vida en el zoológico y en contacto con otras guacamayas, olvidaría hablar pronto. Con el corazón partido y un secreto rencor por mi abuelo, porque no entendía sus razones intempestivas para deshacerse de la mascota querida, regresamos a casa. En el carro noté a mi abuelo triste, algo extremadamente raro en una persona que no gustaba de mostrar sus emociones, ni afecto ni dolor en público. «Es lo mejor para ella; aquí va a estar bien», fue lo único que me dijo en todo el camino.

Cuando yo tenía 23 años, el profesor de Dibujo I de la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia nos dijo que íbamos a hacer una salida pedagógica al zoológico para aprender a dibujar a los animales en su entorno. No había ido a ese lugar desde el día que llevamos a Rina. En ese momento ni siquiera pensé en ella: solo pensaba en el parcial de dibujo y en cómo diablos dibujaríamos animales que no se quedan quietos posando para el artista.

Cuando llegamos al zoológico, el grupo de estudiantes se dispersó y yo me quedé con un par de amigas, buscando los animales más quietos para tratar de dibujarlos, ante la insistencia de nuestro profesor, que no era buscar la quietud, sino, al contrario, buscar animales activos para capturar su «gesto», como él lo llamaba. Cuando terminamos de dibujar (por cierto, yo dibujé un tigrillo que nunca se quedó quieto), fui con mis amigas a recorrer el zoológico. Al llegar al pequeño lago rodeado de árboles, vi una bandada de guacamayas, hermosas, libres, adaptadas a la vida en su oasis en medio de la urbe. De repente, una voz idéntica a la de mi abuela empezó a llamarme a los gritos: «¡Llegó Andresito, llegó Andresito!». Mis ojos se llenaron de lágrimas al reconocer la voz de mi abuela en el grito de una guacamaya… Traté de identificar cuál de tantas era, queriendo reconocer a mi Rina querida, pero me fue imposible, pues rápidamente esa voz que gritaba «llegó Andresito» se convirtió en un coro de guacamayas que gritaban mi nombre. Supe que Rina estaba allí, aunque no la reconocí, aunque ella sí me reconoció a mí después de tantos años. Ella no solo no olvidó cómo hablar, sino que les enseñó a hablar a las otras guacamayas.

Cuando llegué a casa, les conté a mi mamá y abuela lo que había pasado: que Rina me había reconocido y me había llamado, y que un coro de guacamayas había gritado mi nombre, y que medio zoológico presenció ese portento de coro guacamayístico. Con tristeza se me escapó un reproche hacia mi abuelo por la decisión, aquel día, de regalar a Rina. Fue entonces cuando mi abuela me dijo que él la regaló porque sabía que se iba a morir pronto y que le daba remordimiento tener a la guacamaya enjaulada; que esa era una de las cosas que él quería hacer antes de morirse para poder irse en paz.

Cuando tenía trece años, tuve dos grandes pérdidas: regalamos a Rina al zoológico y también ese año mi abuelo murió de cáncer en el páncreas.