
Marco Polo siempre me miraba muy a su manera: fijo y sostenido en su posición erguida, elegante y delicada. Cuando lo conocí era de noche; al inicio solo lo veía en esos horarios. Me perturbaba saber que lo estaba despertando e importunando a altas horas, sin razón aparente. Siempre creí que los animales llamados exóticos no debían habitar casas en el mundo urbano, pues el escenario de tráfico de fauna silvestre siempre me pareció aterrador, inhumano y absurdo en todas sus dimensiones.
Prefería simplemente hacer como si él no existiera; lo omitía adrede mientras estaba de visita en una casa que hoy día solo existe en recuerdos y fantasías.
—Siento que me mira.
Le dije a ella mientras teníamos un momento algo más íntimo en su cocina. Sostuve en él la mirada por unos minutos, en silencio, bajo varios efectos a la larga alucinantes: el amor más grande del mundo aún en ciernes; la curiosidad manifiesta de quien mira algo nuevo por primera vez; y los estados tendientes a la lisergia, que desde lo más profundo de mi ser me susurraron: “Acércate, míralo. De todas formas, ya está aquí”.
Abrí la rejilla de su jaula y dejé que saliera. En poco tiempo ya estaba por encima de la red de metal en la que, para doble dosis de su mala suerte, vivía (al menos en los momentos más indispensables, como pude descubrir después).
Nos dijimos un par de palabras, ella y yo, pero la atención de ambos estaba puesta en el animalito, que caminaba poco a poco hacia mí: de frente primero, luego de lado, y así, paso a paso, fue subiendo por mi pierna, aferrándose a mi pantalón hasta que llegó a la rodilla y allí se posó a ser, simplemente, a existir.
De tal manera, poco a poco, fui aprendiendo que existían los loros. Y, cosa bastante peculiar, sentí cómo sus colores se impregnaban en mí.
—Mírale ese cuerpecito —dijo ella, mientras chupaba dedo concentrada.
Era tal como lo describieron sus palabras: su cabecita redonda y su pico fuerte; ese ojo que permanentemente hacía cambiar el tamaño de la pupila mientras me miraba, dejando ver un color naranja vivo cuando más pequeña era, y en ocasiones, ni se veía. Su naricita y la forma en que abría el pico para cualquier cosa, tan sutil y tan exacto al mismo tiempo.
Su pecho era redondo y pomposo, mientras que el resto de su cuerpo articulaba la forma delicada que reviste a los seres alados, gráciles y coquetos por naturaleza. Ni qué hablar de su rabadilla y de sus piernitas, que parecían de modelo. Lo más impresionante de todo eran sus colores: verdes brillantes de muchas tonalidades, azul rey, amarillo, un poco de rojo y algo menos de rosado. Era un espectáculo para los sentidos. Sus matices me hicieron sentir admiración en ese instante, por la emoción que genera descubrir una belleza antes ignorada, ahora repleta de sentido.
Algo cambió en mí ese día.
Mi corazón se tornó de un tono amarillo vivo, alegre; fue como si Marco me compartiese algo de su ser por medio de su inusitada belleza y su silencioso caminar, contagiándome con sus colores sensaciones antes desconocidas.
Aparte, cabe decir, que me había sucedido algo atípico: me empezaba a enamorar por segunda vez en cuestión de dos meses. Aunque ambos amores eran, por naturaleza, distintos.
Ya no era Marco Polo quien me miraba permanentemente; ya no era Marco Polo, era mi niño, mi pechuguita, el loro bebé, el rey de la casa, el más príncipe de Castilla. Ya nos mirábamos los dos de manera sostenida cada vez que iba a visitarla a ella, a la acreedora de mi amor. Era como si ambos amores crecieran dentro de mí, bifurcados, cada uno enraizándose a su modo, irrigándose en mi corazón, los tres en lo más profundo de mi existencia. Tan él, tan ella, tan los tres: tanto amor, tanta calidez, tanto brillo y tanto calor, que ya no era posible desanidarlos de mi espíritu.
Tiempo después le pregunté por su particular relación de amor con él, quien seguramente también habría tenido su propio y peculiar episodio con ella.
—Me lo robé de una casa donde vivía antes. Yo arrendaba el primer piso y él se mantenía día y noche en una jaula; sufría mucho de verlo siempre ahí. Además, era evidente que era joven aún y sentía que dejarlo allí solo lo condenaría a una extensa vida en el cautiverio más absoluto. Siempre he sentido pasión por las aves y él no sería el primero que vivía conmigo, aunque sí sería el primer loro.
Aprendí que los loros pueden vivir varias décadas, que son monógamos, que tienen dieta omnívora aunque prefieran ciertas frutas y semillas, y, en el caso de Marco, el huevo revuelto con tomate y cebolla, sin sal.
Pude notar que esta mujer se había informado, en la medida de sus posibilidades, para darle una dieta balanceada y nutritiva a nuestro bebé. Esto se evidenciaba en el plumaje del loro, siempre brillante, abundante y, si no limpio, sí en un estado de bienestar permanente.
De a poco fui aprendiendo de ambos, a conocer al uno a través de la otra y viceversa. Pasaron días, semanas, meses y al final años. Aprendí todo de él y de ella. Supe interpretar sus ruidos, sus gestos, su lenguaje no verbal, sus gritos histéricos en la mañana; observé por mil noches sus bostezos y la forma en que su lengüita se extendía cuando abría el pico de par en par; me enseñaron a acariciar su cuerpo con delicadeza, debajo de sus oídos, de su pico, recorriendo su pechito y sus piernitas.
Siempre quise matarlo de un beso, pero nunca fui capaz de caer víctima de tan atroz instinto.
—Hola, mi amorrrrrrrr —decía Marco a diestra y siniestra.
—Hola, mi pechuguita —decía ella.
—Hola, mi requete rey —decía yo.
Lo dejábamos salir de su jaula apenas iniciaba el día o cuando llegábamos de trabajar. Siempre prefirió mi regazo. ¡Ay de ella si trataba de acercarse a mí mientras Marco y yo estábamos juntos! —¡Zas!— su mordisco, parcera, para que nos respetara.
Con el tiempo el bebé ya no quiso compartirme: desde que entraba por la puerta principal de ese hogar, él me reclamaba con sus gritos y quejidos, bien fuera peleando por su desayuno, almuerzo o cena, o solo para que le hiciera compañía (a veces silenciosa, a veces repleta de ruidos y palabras que le decía con intensidad, fantaseando que algún día se las aprendiera).
—Ese loro me cambió por usted, par de hijueputas; los presento y ya los dos se prefieren. Pa’ la próxima viene y le hace la visita solo a él.
A veces, efectivamente, le hacía la visita primero a él. Llegaba antes que ella a su propia casa para profanar nuestra relación con el rey y príncipe de todo Castilla y sus alrededores. Pasábamos horas juntos; muchos libros leí con él en mis rodillas: El elogio de la locura, Mujeres, La montaña mágica, El nombre de la rosa y otros que seguramente ya olvidé. Se volvió casi un ritual: ella llegaba a eso de la una de la mañana y yo a las ocho o nueve de la noche. Lo sacaba de la jaula, que creo que ambos detestamos siempre, y lo dejaba caminar a su antojo, pues tarde que temprano sabía que iría a buscarme.
Así duraba horas: se acicalaba todo el tiempo, me interrumpía la lectura a mordiscos, caminaba sobre mis piernas, pasaba de una a otra y de las piernas a sillas, camas o sofás. Nos buscábamos, le hacía piojitos, él me mordía cariñosamente. Muchas veces lo dejaba en un gimnasio que le compré mientras hacía la cena, para ella y para mí.
Para él, un manjar: banano, guayaba, tomate de árbol, zanahoria y semillas de girasol.
Escuchaba música con nosotros y, si nos veía muy entonados, él también cantaba; su favorita era “Lost on You” de LP. Sabía dormir acompañado si así lo demandaba el arrunchis; realmente, era el príncipe de la casa.
Así me fui olvidando de que detestaba la idea de que en la casa de mi amada hubiera un loro producto del tráfico de fauna silvestre.
Con el paso natural del tiempo, nuestro amor se sostuvo con tranquilidad. Para esa época yo era estudiante de la Universidad de Antioquia, y en una salida de campo rumbo a los Montes de María un buen amigo me dice:
—Güevón, ¿has escuchado la letra de “El Mochuelo”?
—¿La canción de vallenato?
—Esa misma; pónela, pónela, que quiero que le prestemos atención a la letra.
Ágil vuela, busca la ocasión
Ágil vuela, busca la ocasión
de salir de esa cárcel protectora,
y bello es el furor, no más,
de aquella ave canora
…
Él perdió su libertad
para darnos alegría
…
Es que para el animal
no hay un dios que lo bendiga
…
Tu cantar, tu lírica canción
es nostálgica como la mía,
porque mochuelo soy también
de mi negra querida
…
Esclavo negro, cantá,
entoná tu melodía,
canta con seguridad
como anteriormente hacías
cuando tenías libertad
en los Montes de María
(El Mochuelo, Otto Serge, Rafael Ricardo, 1983)
Hay partes recortadas para enfatizar lo más importante al relato.
La canción ya no sonó igual nunca más.
Producto de esa experiencia caí en cuenta de que Marco Polo era, a la larga, otro mochuelo. Cantándole esta canción a la pechuguita, con lágrimas en los ojos por la emoción que solo el arte genera y acompañado de cierta culpabilidad, me pregunté: ¿Qué hay del otro lado del amor?
Me percaté de que, a lo mejor, del otro lado del amor había para él un mundo aún por descubrir: la libertad, lejos de ese presidio que lo limitaba a apenas centímetros, cuando su biología le permitía recorrer infinitas distancias que nunca vería si se quedaba siempre conmigo, con ella, con nosotros. Comprendí que, a pesar de darle la mejor vida posible, nunca le daríamos lo que la naturaleza lo llamó a ser, y que, a ese paso, nunca podría desplegar sus alas, esas que yo tanto admiraba por su detallada y meticulosa forma.
Considerar que nuestro príncipe etéreo debía salir tarde que temprano de nuestras vidas para encarnar la suya nos generó una especie de certeza. Él ya había cumplido su papel en nuestras vidas, y nosotros, con creces, el nuestro en la suya. Quizás, de este lado del amor, nos empeñamos cada uno a su propio tiempo y en sus particulares formas en adorarlo y contemplarlo desde una posición demasiado cómoda, sin cuestionar si era eso lo mejor o no.
En fin, poco tiempo después decidimos buscar un espacio en el que Marco Polo pudiera hacer honor a su nombre y recorrer mil veces las rutas que nunca soñó con ver, producto de esas paredes, ruidos y urbanidades en las que creció.
Aun así, pasaron algunos meses antes de encontrar un sitio para rehabilitar a Marquito. En ese tiempo tuve oportunidad de hablar mucho con él, de forma sostenida y silenciosa. Le agradecí, tanto a él como a ella, la oportunidad de amar una especie que nunca, ni por curiosidad, había considerado: las aves, seres irisados, sensuales, gráciles, delicados, fuertes y, sin duda, enternecedores hasta la médula.
Agradecí nuestro tiempo juntos y haberme impregnado de su esencia mística y matizada. También sentí que era bienaventurado por haber nacido en Colombia, país repleto de fauna y flora como pocos en el mundo.
Para mi desgracia, mi historia de amor con ella terminó antes de que se concretara nuestro deseo de volver libre a esa pequeña adoración emplumada que llevaba nombre y aprendía algunas de nuestras expresiones cotidianas. Ella siempre me decía:
—Él solo dice cosas bonitas: “¡Ay, tan goorrditoooo!”; “¡Ay, tan papasitoooo!”; “Mi pechuguitaaaaa”; “¡Mi amoooorrrrr, amigoooo! ¿Quiere cacao?”; “¡Griseeeeeeeeel, mamiiiiiii!”
Y era cierto. Así lo comprobé durante casi cinco años.
Hoy, a pesar de mi gran desconsuelo por estar sin ambos, encuentro alivio al saber que ella sigue con uno de nuestros últimos sueños: reunir a Marco con primitos y primitas lejanos que, poco a poco, lo ayuden a rehabilitarse de la mano de profesionales que lo amarán tanto como nosotros; que cuentan con los medios, conocimientos y técnicas para hacer de nuestro bebé no un mochuelo, mucho menos un Marco Polo, sino un loro amazónico real, un ser que nunca debió conocer geografías distintas a las montañas, el inacabable aire, los incontables árboles y distancias antes inimaginables para su pequeñísima mirada, acostumbrada a paredes lisas y planas o a unas malditas rejas aún más pequeñas.
No sé, quizá él también encuentre su propia Grisel tarde que temprano: una lorita que le muestre lo vasto que es el mundo, que haga que sus alas un día alcen vuelo para ya nunca volver atrás ni replegarlas; que lo consuma a besitos con su piquito amarillo y le rasque con cuidado los rincones de su cuerpecito verde y brillante. Para ya no cantar como un esclavo —como antes lo hizo— sino para entonar todos sus sonidos en plena libertad, rodeado de los suyos, de los que nunca supo que existían, pero que, sin saberlo, lo llamaban desde tan lejanos horizontes.
Para así vivir del otro lado del amor, del otro lado de nuestro amor.