Hoy es 7 de abril de 2025, día de mi cumpleaños número 31, y acabo de recibir de manos de mi novia el anuncio de un regalo hermoso: un tour de avistamiento de aves. Las personas me miran y les parece raro; una sonrisa tímida se dibuja en sus rostros y solo los más atrevidos, los que menos me conocen, se atreven a preguntar:

—¿Ese regalo qué?

Pues bueno, ese obsequio es todo y les explicaré por qué.

Cuando María Greisy Cariney y yo nos conocimos, tras una pausa en la que jurábamos que no nos volveríamos a ver, nos reencontramos para viajar a un pueblo cercano y ver colibríes. Fueron dos horas que despertaron en mí algo tan grande que me cambió. Hoy, el jardín de la casa de mis padres es un lugar mágico, lleno de verbenas, camarones, farolitos y otras flores que alimentan tominejos y mariposas.

Lo especial de las historias es que nos permiten viajar en el tiempo, y muchos años atrás aparece, por accidente en el sentido más literal, una lorita en mi vida.

Era el año 2002, día de la posesión del expresidente Álvaro Uribe Vélez. Creo que estallaron algunos voladores en el cielo, pero no lo recuerdo bien; lo que sí es seguro es que luego el silencio en las calles era total: no se escuchaba ni una moto. Todos veían el discurso por televisión. Ni TikTok, ni YouTube, y mucho menos WhatsApp, formaban parte de nuestras vidas como lo hacen hoy.

Un golpe fuerte rompió el silencio contra la ventana, dejando un hoyo que hasta hoy sigue remendado con un pedazo de plástico. Un papá, una mamá, una niña de 12 años y yo, un niño de 8, tuvimos que alejarnos de la pantalla para ver qué sucedía. Lo que pasó fue que una pequeña cotorra, en pleno vuelo, se topó —y no de la mejor manera— con nuestra casa.

Estaba en el suelo del jardín, herida, pero digna. Aunque su piquito estaba lleno de sangre, aún tenía fuerzas —y no pocas— para morder. Esto lo comprobó mi papá al intentar recogerla, llevándose varios pinchazos que le rompieron la piel. Tuvimos que sacar el guante de cuero amarillo que usan los electricistas: solo así pudo agarrarla para limpiarla y curarla. Lo vimos como un héroe. Ahora Lulú, la cotorra, tenía un nuevo hogar: nuestro patio trasero.

Al principio nos odiaba. Bastaba acercarse para que nos atacara o arrebatara los cuadritos de galleta de soda que le ofrecíamos. Cuando veía el guante amarillo, sabía lo que venía: alguna crema antibiótica en el pico y las patitas. Molestia innegable, pero su quietud nos decía que aquello era por su bienestar.

El menú familiar empezó a incluir plátanos y semillas de girasol. Si bien a nuestros ojos las galletas parecían encantarle, descubrimos que solo eran un buen alimento en las películas, como Paulie, el loro que hablaba. Él, aunque astuto, gracias a su inocencia y confianza en los humanos, se metía en todo tipo de problemas: de sabueso, ladrón de joyas e incluso mariachi.

Para nuestra sorpresa, las semillas de girasol no le encajaron mucho, y aunque el banano le pareció rico, sus favoritos fueron los higos, de las frutas más costosas y escasas en Medellín. Dicen que la comida enamora, y ese fue nuestro caso: fue solo entonces que comenzó a querernos.

Primero dejó de esconderse y de picotearnos. Después nos permitió darle de comer con la mano y limpiar su guarida sin sufrir un oloroso atentado. El siguiente paso fue aventurarse dentro de la casa, caminando por cada rincón y dejando huellas pantanosas por todo el suelo. Luego, lo que nos causó más felicidad, fue que empezó a treparnos la ropa con sus patitas y piquito hasta llegar a los hombros, donde se posaba a reposar o dormir. También se montaba en nuestro dedo índice cuando, por pereza de caminar, buscaba que le diéramos un paseo. Finalmente, como demostración de aceptación, amistad —y queremos creer que amor—, nos llenó los dedos de besos cada vez que podía. Con lengua, que no es lo mismo, ya ustedes se imaginarán.

Lulú era un ser libre, al menos todo lo que puede serlo un ave en cautiverio. Nunca le cortamos las alas ni la encerramos en jaula. No recibía castigos, solo visitas y regalos. Su guarida era la cueva bajo el lavadero y su patio de juegos, el tendedero de ropa. Un patio grande, pero rodeado de altas paredes de adobe que nada tienen que ver con los árboles de las montañas de mi ciudad. En resumen, nuestra casa era su casa; hasta llegó a subir las escaleras al segundo piso para acompañarnos a ver televisión.

Cada cuento tiene un final y nuestra historia, como dictan las reglas de la vida, no es la excepción. Llegó un día caluroso y soleado. Llevaba con nosotros algo más de dos años y su instinto salvaje —ese que la hacía defenderse del guante amarillo y de nuestros dedos— se había esfumado. Lulú era nuestra mascota. Lo fue hasta que unos días antes descubrió que podía saltar: primero largas distancias y luego, cada vez más alto. Esa mañana madrugó a practicar. Brincó al tendedero y luego al tejado, siempre mirando hacia atrás, llamándonos con la mirada para luego volverse y volver a comenzar. Fue así, un buen rato, hasta que alcanzó el muro más alto. Se quedó unos minutos, cantando como nunca. Nos miró, despidiéndose, y salió a volar.

A mis diez años —trece para mi hermana— descubrimos que las emociones se pueden mezclar y dar lugar a otras nuevas. Entendimos que dejar ir a alguien a quien amas es tan duro que te arruga el corazón y oprime la garganta, y a la vez invade tu ser de alegría porque sabes que ha recuperado su libertad.

Los días siguientes, tras la escuela, los pasamos en el patio aguardando su regreso, aunque fuera de visita; nunca volvió. De Lulú solo quedó una imagen en un rollo fotográfico que, al intentar revelarlo 20 años después, no se pudo recuperar; la historia que siempre contamos cuando nos preguntan de dónde viene nuestra pasión por la naturaleza; el tiempo compartido creando recuerdos que atesoramos junto a nuestros padres; y una bandada de loros, cotorras, mieleros, cucarachero y otras aves que visitan al almendro que Don Pascual sembró hace más de 70 años y que todos nos negamos a talar. Pero esa es otra historia: dejémosla para después.