Vivíamos en un apartamento pequeño, los cuatro: mi mamá, mi papá, mi hermano y yo.
Mi mamá trabajaba en el hospital de Facatativá… a veces hasta 24 horas seguidas.
Mi hermano, muy especial, siempre me ha cuidado, me acompaña, pero también le encanta jugar fútbol con sus amigos. Es hincha de Santa Fe y, siempre que puede, se va a la cancha del barrio.
Mi papá también es especial: me cuenta historias, me escucha y, cuando le pido algo desde el corazón, casi siempre me dice que sí.

Nos queremos mucho, pero casi no nos veíamos… éramos una familia bonita, aunque sin tiempo.

La señora Carmen vivía en el 503; yo, en el 501. Cuando salía del colegio, pasaba a su apartamento a saludarla, hacer tareas y ver a su loro, Fermín, que tenía el nombre de su esposo ya fallecido.

Ella decía que él hablaba mucho y, por eso, el nombre de Fermín. Me contaba cosas de su vida, de sus recuerdos, y también me decía que yo era como una nieta. Sus hijos no venían… vivían lejos y, a veces, la llamaban.

Yo hablaba con ella, pero, sobre todo, con Fermín.
Él me escuchaba… me hacía reír… era como si supiera cuándo yo estaba triste.

Tenía un juego con Fermín: le decía que cerrara los ojos e imaginara que era libre, que volaba alto, que estaba en un lugar grande y lleno de viento… que lo sintiera para que se cumpliera. Fermín casi nunca cerraba los ojos, pero yo sí, y me imaginaba corriendo por un campo enorme mientras él giraba sobre mí como un cometa verde.

El día que Dios hizo los loros, debía de tener mucha pintura verde…

Un día la señora Carmen se enfermó; nos avisaron… llamamos la ambulancia. Se la llevaron y, dos días después, me dijeron que había muerto. Lloré mucho. Pensé que se llevarían a Fermín, pero nadie quiso hacerse cargo.

Qué triste —pensé—, nunca visitaron a doña Carmen sus hijos y ahora ni siquiera quieren a Fermín.

Le supliqué a mi papá que lo trajera: “No lo dejes solo, como dejaron a ella”.
Al principio dijo que no había espacio, pero mi mamá, al final, dijo que sí.

Así llegó Fermín a nuestra casa. Lo dejamos en su jaula porque no sabíamos qué más hacer. Yo lo cuidaba, le hablaba, le cantaba… pero él estaba muy triste: se arrancaba las plumas, no comía, no se movía.

Una tarde me paré frente a la ventana y miré otros apartamentos… comprendí que todos estábamos encerrados. Cada ventana era una jaula: un abuelo con la mirada perdida, una señora caminando sin parar, un hombre que salía de madrugada y volvía de noche, niños como nosotros… todos pajaritos queriendo ser libres.

Le pedí a mi papá un plan: “Necesitamos un lugar donde Fermín pueda volar… donde también respiremos distinto”. Tras insistir miles de veces, un día hallé un camión en la puerta: nos mudábamos al barrio Tisquesusá, con un patio más grande que la casa, árboles de feijoa, viento y cielo abierto.

Lo primero que hice fue abrir la jaula… Fermín voló. Se fue a los árboles y, al poco tiempo, volvió. Dormía en mi cuarto; la jaula era su cama… nunca volvió a cerrarse.

La vida cambió: mamá seguía trabajando mucho, pero todo se sentía distinto; mis padres se hablaban más bonito; mi hermano jugaba fútbol en el patio y Santa Fe sumó otra estrella; yo ya no me sentía sola.

Durante años pensé que nosotros habíamos rescatado a Fermín… me creía una niña buena, imaginaba a la señora Carmen feliz desde el cielo. Pero, con el tiempo, comprendí:

A Fermín no lo salvamos de quedarse solo… no le dimos un hogar… no le dimos libertad.

Fermín nos salvó de la soledad, nos dio un hogar… él vino a liberarnos.

Porque cuando Fermín fue libre, su alegría, sus vuelos y su manera de regresar sin miedo nos sacaron a nosotros de la jaula.

Ahora, cada noche, le digo:
—Cierra los ojos… imagina que estás con otros loritos, que tienes una familia entera… sueña que vuelas sin jaulas ni rejas.

Él me mira… no siempre cierra los ojos.
Pero yo sí.
Y, cada vez que los cierro, algo maravilloso ocurre: entiendo que todos somos prisioneros… hasta que decidimos volar… y ayudar a otros a salir de sus propias jaulas.