Llegó para comienzos de pandemia a mi ventana y, con su entusiasmo y sentido del humor, me acompañó por dos años.

Sus pendejadas llenaron mi vida de alegrías… Fueron muchas las mañanas en que ella llegaba con algo nuevo y se hacía la pendeja para salirse con la suya.

Se subía a la mesa y comía de mi plato: no le gustaba la sopa —jajajaja—, pero amaba las frutas y el arroz.

Vivimos momentos inolvidables. No se me olvida cuando me acompañó estando enfermo y me picaba la nariz y el cabello; sentía que me daba ánimos de seguir.

Era muy inteligente: me avisaba si llegaba alguien a la casa y era celosa conmigo.

Era, totalmente, una pendeja.

No le gustaban los baños —le daba miedo el agua—, pero sí le agradaba que le acariciara la cabeza y la espalda.

Una vez correteó a mi hermano cuando él jugaba conmigo… sentí que lo hacía para defenderme.

Ella llegó para cuidarme y darme aliento en la pandemia.

Por dos años seguidos fuimos grandes amigos…

Hasta que decidí dejar crecer sus alas y no ser más egoísta con ella, porque sé que era amiga de otras cotorras que llegaban en la tarde a la terraza de la casa.

Fue duro el día que se fue, pero por dentro también sentí alegría al verla en libertad con sus amigas.

Aprendí mucho de ella: me volví una persona más tolerante, más empática y mucho más comprensiva con el medio ambiente.

Hay días en que siento que ella llega en la tarde con sus amigas y comienza con su bulla… pero la PENDEJA no se deja ver.

¡Jajajajaja!