Había transcurrido un mes desde que dejé mi casa, o más bien la casa de mi madre, donde padecí mi larga y penosa condición de desempleado. Al final, una empresa del distrito capital rompió mi mala racha. La empresa me contrató como conserje y me permitió habitar una hermosa y acogedora casa. La vivienda, ubicada en un pequeño y agreste suburbio, tenía tres habitaciones. La empresa me autorizó llevar dos acompañantes. Al final, me mudé solo.

Días después, mi madre se compadeció de mi soledad y vino a visitarme. Le informé que la casa era propiedad de una reconocida multinacional financiera, que reclamó los derechos patrimoniales tras un largo proceso jurídico. Ella me obsequió dos presentes: un delicioso asado de chivo, que devoré al instante, y un simpático loro, que adquirió en la plaza de mercado disque para acompañarme.

-¿Qué le doy de comer?
-Chocolate y pan, mijo – contestó antes de subir al taxi.

Colgué la jaula en el patio y abrí la puerta. La tierna ave me observó con sus grandes y redondos ojos naranjas. Empleó su pálido y afilado pico para bajar de su jaula y caminó sobre la baldosa adoquinada. A la pobre le habían cortado las alas y no podía volar. Tomé el cabo de la escoba. Ella subió alegre y con cuidado la trasladé de nuevo a su jaula.

Su plumaje era verde como las ramas de los guayacanes, que bordeaban la casa. Una gran mancha amarilla adornaba su cabeza en forma de corona. Lo imaginé gobernando una bandada amazónica en su cómodo y bien elaborado trono de madera, digno de un rey. Pronto, advertí el negro color de su pico y las rojas plumas que adornaban sus alas. Su feminidad quedó en evidencia.

Como buen católico, me convencí que todos los seres vivos debían ser bautizados. ¿Qué nombre le daría a la simpática criatura? Recordé a la dulce mujercita de piel canela y brillantes ojos color miel, que conocí durante mis prácticas universitarias. Nuestro amor fue bello y efímero como una flor de primavera. Al terminar las prácticas, partió a la capital en busca de un mejor porvenir y lloré desconsolado su ausencia. Decidí bautizar al animal con su bello nombre: Lucrecia.

Mi plumífera amiga se adaptó a la vida hogareña. Lucrecia revoloteaba en silencio por toda la casa. Yo en cambio pasaba el día enclaustrado en mi habitación, que adapté como lugar de estudio.

Al caer la tarde, llamé a mi madre.

“Alexito, mi amor”, saludó tiernamente.

Lucrecia escuchaba con atención la conversación telefónica.

Mi compañera aunque dulce y tierna era extremadamente taciturna. Su escasa extrospección empezó a preocuparme. Me convencí de que su incapacidad para imitar el lenguaje humano se debía a alguna limitación física. Semejante desgracia hizo que mi amor por Lucrecia floreciera.

A medianoche, me despertó su fuerte graznido. De inmediato, corrí al patio y encendí el bombillo. Mi presencia alertó al depredador y desapareció en las sombras con increíble agilidad felina. Jamás volví a dejar su jaula abierta.

Cierto día, olvidé darle su ración de pan con chocolate. Su graznido estridente me despertó al amanecer:

“¡Alexito, mi amor!”, imitó la dulce y tierna voz de mi madre.

Sonreí, aliviado. Su lúgubre y pertinaz silencio no se debía a una extraña enfermedad. Luego, caí en cuenta de lo espantosa y apremiante que puede llegar a ser el hambre.

Su timidez se disipó como las brumas al amanecer.

“¡Alexito, mi amor!”, chilló para exigir su ración a las 6 en punto de la mañana.

No volví a usar el despertador. Sus dulces y tiernos graznidos lo reemplazaron.

Cierto día, una fuerte tormenta inundó la casa. Me armé de balde y trapero y con arrojo y valentía me enfrasqué en feroz batalla. En el fragor de la limpieza, me golpeé el dedo meñique del pie y exclamé una mala palabra. La expresión soez era empleada en momentos de cólera y frustración y Lucrecia empezó a imitarla. Cuan divertido era escucharla.

Con mi cabeza sobre la almohada, me sumergí en lentas reflexiones: ¿Qué sería de Lucrecia, mi amada? Me convencí que había encontrado un nuevo amor en la capital y nuestros mensajes fueron cada vez más breves.

“La distancia lo enfría todo”, pensé.

Me pregunté si mi plumífera amiga había tenido alguna vez un amor. La imaginé surcando las verdes ramas de los árboles, comiendo frutos y semillas en compañía de su amado y sentí compasión.

Comprendí que alejarla del hábitat y de la compañía de otros loros era privarla de felicidad.

Al tercer mes, sus plumas de vuelo habían crecido.

“¡Alexito, mi amor!”, graznó feliz.

Sonreí. Y abracé mi silencio y mi soledad.