En un rincón de Arboletes, Antioquia, la vida de Milori y Loreto comenzó a cambiar el día que se cruzaron en mi camino. Era un barrio tranquilo… el viento acariciaba las palmas y las aves cantaban sin cesar.

Aquel día, mientras caminaba, vi algo que me detuvo por completo: una jaula donde dos loros intentaban escapar, golpeándose contra los barrotes, buscando la libertad.

Mi corazón se aceleró. La jaula parecía estar vacía, sin dueño, sin cuidado. Corrí hacia la casa, toqué la puerta… nadie respondió. Un vecino explicó que la dueña llevaba días ausente y que los pobres animales estaban abandonados, sin comida ni protección, solos y vulnerables bajo el sol ardiente. El pensamiento de esos dos loros, tan llenos de vida y atrapados, me rompió el alma.

Sin pensarlo, decidí llevarlos conmigo. No podía dejarlos allí, ignorando su sufrimiento. Milori y Loreto llegaron a mi hogar… y desde ese primer momento hubo una conexión inmediata. No quise tenerlos en jaula; deseaba que fueran libres, aunque fuera dentro de mi casa. Les conseguí una rama grande, un espacio abierto, y les di todo lo que necesitaban: frutas, semillas, verduras. Con el tiempo, sus plumas se volvieron más vibrantes… más hermosas. Se sentían bien, se sentían amados.

La relación entre ellos era muy especial. Milori y Loreto no podían vivir el uno sin el otro; su amor era inquebrantable. A veces, como toda pareja, se peleaban… pero siempre terminaban haciendo las paces, abrazándose y dándose cariños. Su amor me enseñó una lección profunda: la belleza del vínculo y el poder del perdón.

Cada mañana los saludaba y respondían con sus gritos y silbidos, llenando la casa de alegría. Me sentía tan cerca de ellos, como si fueran mis hijos, aquellos que nunca podré tener. Sin embargo, sabía que no pertenecían a una vida en cautiverio.

El conflicto crecía día a día… Pensar en separarme de ellos era casi insoportable, pero algo en mi interior decía que debía hacerlo. Los loros merecían volar libres.

Un día, navegando por Instagram, vi la publicación de la Fundación Loros. Leí sobre su dedicación a rehabilitar y liberar loros y comprendí que era el momento de dejarlos ir. Con lágrimas en los ojos contacté a la autoridad ambiental de Medellín.

Llegaron a recogerlos… Mi corazón se partió en dos. Pero también sentí paz: serían felices donde debían estar.

Días después recibí un mensaje de Medio Ambiente: Milori y Loreto estaban sanos, en una zona boscosa, en proceso de rehabilitación. Al leerlo, una oleada de alegría me invadió.

Imaginarlos volando juntos, explorando la selva, me llenó de paz. No hay acto de amor más grande que saber cuándo dejar ir… aunque signifique vivir con la tristeza de su partida.

Milori y Loreto ya no están conmigo, pero siempre ocuparán un lugar especial en mi corazón. En una selva lejana sé que vuelan felices, juntos… como siempre debieron hacerlo. Ese fue el acto de amor más puro que he hecho en mi vida.