La primera vez que vi un pájaro fue cuando tenía 7 años. Recuerdo que estaba con mis papás en el mercado de Bazurto, en alguna de las colmenas; cuando me separé un poco, terminé en un gran cuarto… Mi impresión fue tan grande al ver que el cuarto estaba lleno de miles de jaulas pequeñas en las cuales había pericos adentro. Lo sorprendente no fue solo la cantidad de jaulas que pude ver, sino el poco espacio que tenían los pericos, pues la jaula era redonda, pequeña y en cada una había dos pericos, lo que les dejaba muy poco espacio para moverse. Este día marcó el despertar de mi curiosidad por saber qué ocurría con esas aves.

La siguiente vez que vi un pájaro fue a los 11 años. Era viernes en la noche cuando mis papás llegaron con una caja, dentro de la cual había una lora. Mi mamá volteó la caja en el piso para que saliera; torpemente, la lora salió y casi no podía caminar bien sobre la baldosa… era un pichoncito de lora. Recordé enseguida mi primer encuentro con las jaulas de pericos y quise acercarme para saber si estaba bien, pero la lora enseguida se alejó y se ocultó debajo de la mecedora.

Ella estaba aterrada; no sabía dónde estaba, era de noche y las pocas plumas que tenía dejaban ver una flacura que indicaba que no había comido bien. Esa noche mis papás me presentaron a “pastora”: sus anteriores dueños eran una familia cristiana y habían decidido llamarla así. pastora, quien se convertiría en mi mejor amiga por muchos años, mi despertador todos los sábados y mi acompañante después de llegar del colegio… Ella, poco a poco, se fue convirtiendo en mi familia.

Al día siguiente me levanté con expectativas de saber cómo estaba pastora; era sábado, así que no tenía clases. Fui hasta el patio y me acerqué. pastora era tan solo una bebé: en toda su cabecita no tenía plumas, por lo que tenía una “cocada” muy característica que hacía que se viera chistosa. Con nuestro entendimiento limitado de lo que debía comer un pájaro, le dábamos con una cuchara arroz con leche o pan con leche… por mucho tiempo la alimenté así, pues no sabía comer sola aún.

En las mañanas, mientras yo estaba en el colegio, pastora se quedaba con mi mamá, quien la cuidaba, bañaba, alimentaba y aseaba la jaula. Ella siempre aprovechaba cuando esto último ocurría para salir y treparse encima de la jaula… extender sus alas y sentir algo de libertad. En la tarde pasaba el tiempo conmigo: siempre que me descuidaba al hacer las tareas, ella cogía mis colores y con su pico los abría todos… Aunque me quedara sin colores, yo era feliz viéndola.

El sentir que podía entretenerse conmigo me hacía sentir bien. Pasaron los años y nuestra rutina seguía siendo igual. ¡Ya no era una pichoncita! Ya podía comer sola y todo su cuerpo estaba lleno de hermosas plumas verdes, rojas, azules y algunas amarillas… especialmente en su cabeza, donde anteriormente resaltaba su “cocada”.

Mi mamá se encargó de enseñarle a decir algunas palabras, entre las que más decía fueron:
—“¡La patica! ¡Dame la patica de la pastora!”
—“Juancho, Juancho, Juancho, Juancho, Juancho, Juancho…”
—“1, 2, 3… ¡corre, lorito, que te coge el gato, miau!”

pastora gritaba, se reía sola, bailaba y le encantaba bañarse bajo el agua de la lluvia que caía por el techo del patio donde dormía.

La mayor parte del tiempo, ella me esperaba ansiosa en las tardes, pues sabía que al llegar yo, podría salir de la jaula y jugar. Así que, antes de entrar a la casa, gritaba su nombre desde la calle para avisarle que ya había llegado… y la algarabía que armaba ¡era tremenda! El poder estar juntas tanto tiempo, todos los días, fortaleció nuestro vínculo y  con ella sentía que podía ser yo, con mis miedos, mis gustos y formas de ser. Con ella no estaba obligada a hablar, solo a ser y estar.

Ella representaba las amigas y el compañerismo que siempre quise tener en el colegio, pero que no tuve. Mi soledad de la infancia se disipaba con su cercanía, y aunque a veces eso se representaba en una algarabía constante, rasguños en mis brazos y “popis” líquido de color verde en mis hombros o espalda… eso no importaba. Yo era feliz de, por fin, haber encontrado a alguien que, con solo su presencia, podía entenderme y apaciguarme.

Pero esa felicidad no duró mucho tiempo. Fue en la noche cuando escuché sus gemidos… Ella, en su afán por salir de la jaula, sacó su cabeza por los alambres y, cuando quiso volver a meterla, se desnucó. Con ese sonido de su voz casi extinguida, fui al patio a ver qué ocurría… La encontré tirada en el piso de la jaula, agonizando, hasta que murió. El dolor que sentí al verla así… ese recuerdo me estremece aún hasta el día de hoy.

Pensar que perdí a un integrante de la familia tan importante solo por mantenerla enjaulada me dejó sin aliento… y con un luto constante en mi adolescencia. Esa noche entendí que las aves no son para que vivan encerradas, sino para que puedan ser lo que son en libertad: volar, extender sus alas y compartir su vida con otros. Aunque no pude verla crecer más allá de lo que fue, hoy la imagino volando libre sobre las lomas y montañas… posándose en la cima de los edificios y disfrutando una vida con otros loros en libertad.