Poema inspirado en mi historia de vida.

Verde Destino
Entre cables y cielo
cayó tu vuelo esmeralda.
Rompiste huevos en mi cuna,
sembraste árboles en mi alma.
Doce años de distancia,
un hombro que te recuerda.
Plumas rotas que enseñaron
el verdadero sentido de la libertad.

@carolinalmar


PLUMAS TEJIDAS, ESPÍRITUS ETERNOS, VERDE DESTINO

Cuentan los viejos de Antioquia que, en las montañas del sur, donde los amaneceres pintan de oro las laderas y las tardes abrazan los valles con sombras púrpuras, habitaba un loro real amazónico cuyo destino estaba misteriosamente entrelazado con el de una niña aún no nacida.
En aquellos días, cuando la ciudad comenzaba a extender sus dedos de cemento hacia los territorios que antes eran solo de árboles y viento, este loro de plumaje esmeralda y pintas doradas en el rostro surcaba los cielos como un guardián de las alturas. Cada mañana, un matrimonio de ancianos lo esperaba en el balcón de su casa urbana. La abuela, con pinceles gastados entre los dedos, plasmaba su vuelo en telas que luego se convertirían en manteles y cortinas. El abuelo, con manos temblorosas por los años, esparcía semillas en el solar, como quien deja pequeños tesoros para un amigo que nunca ha tocado.
No muy lejos de allí, en una finca rodeada de montañas, la hija de los ancianos esperaba el nacimiento de su primera hija, mientras su esposo trabajaba la tierra con la sabiduría heredada de generaciones.

Un día, cuando el sol alcanzaba su punto más alto, ocurrió lo impensable. La expansión urbana había tejido una red invisible de cables que cruzaba el cielo. El loro, distraído por un destello, no vio la trampa moderna hasta que fue demasiado tarde. Sus alas se enredaron en aquella telaraña metálica y, como una estrella verde, cayó en picada hacia el solar de los ancianos. El golpe fue seco, como el sonido de una promesa rota.
«¡Ha caído! ¡El loro ha caído!», gritó la anciana, dejando caer sus pinceles.

El abuelo corrió como no lo había hecho en décadas. Allí estaba el magnífico ave, con un ala doblada en un ángulo imposible y una pata que ya no respondía a su voluntad. Lo recogieron con la delicadeza con que se recoge un sueño, lo envolvieron en un paño bordado con motivos de aves y plantas, y llamaron a su yerno.
«Debes llevarlo contigo», dijo el anciano con voz quebrada. «En la ciudad morirá. En tu tierra, aunque herido, tendrá una oportunidad».

El hombre, hijo de campesinos y ahora esposo de una mujer a punto de dar a luz, tomó al loro entre sus manos callosas. Al regresar a su hogar en las montañas, temió que su esposa rechazara al ave herida que traía consigo.
«Es un regalo de amor», le dijo mientras le presentaba al loro malherido. «Un guardián caído que ahora necesita nuestro cuidado».

La mujer, con el vientre abultado y los ojos llenos de compasión, aceptó al visitante inesperado. Lo que nadie sabía entonces es que aquel encuentro entre el loro y la familia cambiaría para siempre el curso de sus vidas.
Los abuelos del campo, padres del hombre, miraron al ave con ojos conocedores y dijeron: «No le pongan nombre. No es una mascota. Es un ser libre que ahora necesita sanar».

Así comenzó una apasionada discusión entre los abuelos sobre qué árboles serían los mejores para el bienestar del loro. El abuelo insistía en sembrar guayabos; la abuela defendía los naranjos.
—¡Los loros necesitan frutos dulces! —argumentaba él.
—¡Necesitan variedad y color! —respondía ella.

Al final, la disputa tuvo un ganador inesperado: la tierra misma. Los ancianos, en su afán por complacer al loro, terminaron sembrando decenas de árboles frutales nativos: guayabos, naranjos, mangos, aguacates y otros tantos cuyas semillas guardaban como tesoros de tiempos ancestrales. Sin saberlo, estaban creando un santuario vivo que perduraría por generaciones, un legado arbóreo que medio siglo después seguiría dando sombra y alimento.

Mientras tanto, el loro comenzaba a sanar. Su ala mejoró con el tiempo, aunque nunca volvería a volar con la misma altura y gracia. Su pata quedó ligeramente torcida, dándole un caminar peculiar que la familia aprendió a reconocer por el sonido de sus pasos sobre los techos de madera.

El punto de giro llegó una madrugada de febrero, cuando el cielo todavía estaba oscuro y la casa dormía. La mujer embarazada despertó con los primeros dolores: el parto se había adelantado. El hombre, presa del pánico por estar tan lejos del pueblo y del hospital, corrió a despertar a sus padres.

Fue entonces cuando ocurrió lo extraordinario: el loro, como si entendiera la gravedad del momento, comenzó a emitir un sonido que nunca antes le habían escuchado. No era un graznido ni un canto: era casi una llamada, un aviso que se extendió por el valle.

Media hora más tarde, una partera que pasaba casualmente por el camino cercano oyó aquella llamada inusual y, guiada por un instinto que no supo explicar, se acercó a la finca. Su llegada fue providencial: el parto era complicado, el cordón umbilical estaba enredado alrededor del cuello del bebé. Sin la intervención de la partera, ni la madre ni la pequeña Carolina habrían sobrevivido.
«Fue el loro quien la trajo», diría años después la abuela. «Fue su guardián antes incluso de que naciera».

Los primeros dos años de vida de Carolina transcurrieron en una extraña danza con aquel ser emplumado que nunca recibió nombre. El loro revoloteaba libremente por la finca, entraba y salía de la casa a voluntad, robaba los huevos de la cocina y, para consternación de todos, desarrolló una fascinación por la pequeña niña.

Entraba a hurtadillas en la habitación cuando los adultos se descuidaban. Una vez dentro, picoteaba la cobija hasta dejar a Carolina expuesta. Lo más extraño era que tomaba los huevos que robaba y los rompía sobre el cuerpo de la bebé, como realizando algún ritual incomprensible para los humanos.

Este comportamiento, aunque fascinante, comenzó a preocupar a la familia. La abuela del campo, después de observar durante meses, finalmente enfrentó a su nuera con una pregunta imposible: «¿La niña o el loro? Uno de los dos debe irse».

La decisión fue dolorosa pero clara: Carolina no podía ser criada en esas condiciones. Sin embargo, el dilema ahora era qué hacer con el loro. En aquellos tiempos, hace casi tres décadas, no existían santuarios de aves ni organizaciones dedicadas al rescate de fauna silvestre al alcance de una familia campesina.

Para sorpresa de todos, dos días antes de la fecha acordada para trasladar al loro, el ave desapareció. La familia entera lo buscó desesperadamente por toda la finca, revisando árboles, techos y rincones, temiendo que algún depredador lo hubiera atrapado o que se hubiera marchado por instinto, como si presintiera el cambio inminente.
«¡El loro se ha ido!», lloraba la madre de Carolina, con una mezcla de culpa y alivio por no tener que enfrentar una dolorosa despedida.

Pero al tercer día de búsqueda ocurrió lo inesperado. El abuelo desempolvó una vieja hamaca azul, heredada durante generaciones, para distraerse de la tristeza. Al extenderla entre dos guayabos, escuchó un suave arrullo. Allí, enrollado entre los pliegues de la tela, estaba el loro, acurrucado como si hubiera encontrado un nido temporal.
«Estaba esperando el momento adecuado», diría años después el abuelo a Carolina. «Esa hamaca que ahora es tuya fue su último refugio con nosotros».

Después de ese descubrimiento, encontraron a un campesino de una vereda lejana que accedió a recibir al loro. El día de la despedida, el ave pareció entender lo que ocurría. No intentó escapar cuando lo metieron en una caja perforada para el viaje; solo emitió un suave sonido, casi como un suspiro, que hizo llorar a la madre de Carolina.
«Si pudiera volver atrás en el tiempo —me dijo años después mi madre—, le habría construido un refugio separado, habría buscado ayuda veterinaria para su pata malherida, habría encontrado otra solución. Pero en aquel entonces solo hicimos lo que creímos mejor».

La vida siguió su curso. Carolina creció rodeada de los árboles frutales que sus bisabuelos habían plantado para el loro. La historia del ave se convirtió en una leyenda familiar, relatada en reuniones y celebraciones, siempre con un dejo de nostalgia y culpa.

Doce años después, Carolina, ya convertida en una adolescente curiosa y amante de la naturaleza, caminaba con su abuelo por senderos alejados de la finca. Era una rutina que ambos disfrutaban: salir al amanecer, observar el despertar de las montañas, visitar las vacas en los potreros vecinos.

En uno de esos recorridos se acercaron a una casa campesina que Carolina nunca había visitado. De repente, un destello verde captó su atención. Entre los árboles cercanos, un loro de plumaje esmeralda y marcas doradas en el rostro revoloteaba con un vuelo ligeramente desbalanceado. Algo en la mirada del ave paralizó a la niña.

El tiempo pareció detenerse cuando sus ojos se encontraron. El loro, como impulsado por una memoria más profunda que el tiempo, voló directamente hacia ella y se posó en su hombro. Carolina, que no guardaba recuerdos conscientes de su compañero de infancia, sintió, sin embargo, una conexión inmediata e inexplicable.
«¡Ay, el loro!», exclamó su abuelo con voz quebrada por la emoción.

Se sentaron bajo un árbol, compartiendo unas paletas de mora que llevaban para el camino, mientras el abuelo narraba la historia completa: cómo el loro había sido el primero en darle la bienvenida al mundo, cómo había llamado misteriosamente a la partera que salvó su vida, cómo había realizado aquellos extraños rituales con los huevos que ahora, vistos con la sabiduría de los años, parecían un intento de protegerla a su manera.
«¿Sabes por qué rompía los huevos sobre ti?», reflexionó el abuelo. «El viejo campesino que lo recibió me lo explicó años después. En la naturaleza, algunas aves adultas alimentan a sus crías regurgitando comida sobre ellas. Él te estaba identificando como su polluelo, te estaba adoptando».

Las lágrimas corrieron por las mejillas de Carolina. El loro, aún posado en su hombro, acercó su pico a su rostro con delicadeza, casi como si secara una de esas lágrimas.
«Nunca lo enjaularon —continuó el abuelo—. El campesino respetó nuestra única condición: que pudiera volar libre. Sin saberlo, le dimos la mejor vida posible».

Este reencuentro transformó a Carolina. Comprendió que aquellos árboles frutales que rodeaban su casa no eran solo árboles: eran un legado vivo, un acto de amor de sus bisabuelos hacia un ser que consideraron digno de respeto aunque no fuera humano.
Entendió también que, a veces, amar significa dejar ir. Sus padres y abuelos habían amado lo suficiente al loro para renunciar a su compañía cuando comprendieron que no podían ofrecerle lo que necesitaba.

Hoy, décadas después, Carolina se ha convertido en comunicadora científica y artista dedicada a la conservación. Cada vez que crea un mural, cada vez que escribe sobre la importancia de proteger a las especies nativas, recuerda a aquel loro sin nombre que conectó cuatro generaciones de su familia y transformó para siempre su relación con la naturaleza.
Los árboles frutales siguen en pie, más grandes y frondosos que nunca, y aunque el loro real amazónico probablemente ya no sobrevuele las montañas antioqueñas, su espíritu perdura en cada ave que Carolina observa en libertad, en cada trazo de sus pinceles, en cada palabra que escribe defendiendo el derecho de cada ser a volar libre.

Porque, como le enseñó su abuelo aquel día del reencuentro, mientras saboreaban paletas de mora bajo la sombra generosa de un árbol: «Los loros, como el amor verdadero, no pertenecen a nadie. Solo visitan nuestras vidas para recordarnos que la auténtica conexión trasciende el tiempo, la distancia e incluso las diferencias entre especies».


Como @carolinalmar, deseo ser parte de la Fundación Loros para conocer más sobre estas maravillosas aves y contribuir a su conservación. Mi sueño es crear murales que cuenten las historias de estos seres extraordinarios y sensibilizar sobre la importancia de su libertad. Además de esto, quiero usar mi red como comunicadora científica y la amplia audiencia que tengo para inspirar y conectar con esta y otras historias a favor de la conservación, recuperación y apoyo a preservar estas aves poderosas. Esta experiencia no solo me permitiría cerrar un círculo personal, sino también usar mi arte y comunicación como herramientas para proteger a quienes, como aquel loro sin nombre, merecen surcar los cielos.