Rebeca es la historia en que más he pensado para escribirla; quería encontrar el momento ideal para contar todo lo que ella o él (nunca supimos su sexo) significó para nosotros.

Rebeca llegó un domingo soleado a la casa, un domingo de esos en que uno cree que el máximo acontecimiento es un desayuno maravilloso con tu familia. Eran como las 11 de la mañana cuando mi hermano me llamó angustiado, pues en su puerta había aparecido caminando una graciosa lora. Desde hacía más de una hora estaba con ella en un palito, esperando a ver si alguien pasaba buscándola, pero nada ocurrió. La lorita estaba empezando a impacientarse y él ya no sabía qué hacer con ella.

Me llamó entonces y me puso un ultimátum: o recibía la lora y veíamos qué hacíamos con ella o se la iba a dar a un desconocido que la quisiera. Por esos días poco se sabía del programa de rescate que tiene el DAGMA, en donde reciben animalitos salvajes de toda especie para darles un destino digno y, en muchos casos, devolverlos a la libertad.

Uno de mis hijos gritó de la felicidad: “¡Sí! ¡Que la traiga!”, y así fue como, a la media hora, estaba Rebeca en la casa. Llegó en una caja de cartón improvisada para que su transporte fuera seguro para ella y para mi hermano. Rebeca se dejó montar en el palito para meterla en la caja y así no correr ningún riesgo.

¿Rebeca? ¿Por qué Rebeca? Pues porque así fue como ella se nos presentó, como quien se presenta ante un público diciendo “Rebeca”. Era una imagen muy tierna y majestuosa a la vez; tenía unas cuantas plumitas en mal estado y estaba algo baja de peso, pero se veía bien en general.

Al momento supimos, por un libro de aves, que era una lora real amazónica (Amazona ochrocephala), especie muy sociable y vivaz. Sin saber nada de cuidar loritos, empezamos inmediatamente a leer para poder cuidar de Rebeca lo mejor posible.

Rebeca, en un primer momento, se encariñó mucho conmigo; le gustaba montarse en mi hombro y, cuando alguien se me acercaba, se ponía brava. Este era un rasgo posesivo de Rebeca que nos traería problemas en un futuro. Fue así como, ese mismo día, después de un par de horas, Rebeca me mostró qué tan fuerte era su pico, pues mi esposo se me acercó y, como a Rebeca no le gustó, me dio un picotazo en el hombro, tal vez pensando que era a él a quien picaba.

En todo caso, Rebeca estaba aquí y era nuestra responsabilidad cuidarla y protegerla lo mejor posible. Ese mismo día le compramos semillas, frutas, etc. Al poco tiempo le construimos en el jardín de la casa un “árbol” especial que consistía en un tronco vertical de pino inmunizado con ramas de guayabo, un descanso para agua y comida y coronado por una sombrilla de polisombra. El vivir en una casa campestre nos permitía tener a Rebeca durante el día libre en el lote; a ella le gustaba volar y treparse a un aguacate, a un chiminango y, particularmente, a un guásimo del que comía sus aromáticas semillas.

Rebeca siguió muy amistosa conmigo y con una señora muy especial que trabajaba con nosotros; a los demás los miraba con recelo. Ella y yo éramos las encargadas de transportar a Rebeca a su árbol afuera de la casa para que pasara el día y, por la tarde, entrarla y ponerla a salvo en una jaula grandotota que le compramos para que tuviera un sueño seguro, lejos de búhos, gatos, zorros u otros depredadores.

Mi hijo Tomás, quien siempre ha sido amante de los animales, empezó con mucha paciencia y sin ningún temor —a pesar de que ya sabía qué tan fuerte podía ser un picotazo de Rebeca— a ganarse su cariño. Un día, Tomás apareció con Rebeca en su hombro, muy a gusto. Desde ese día nació una de las mejores amistades que he visto: Rebeca y Tomás fueron los mejores amigos, compinches, compañeros, etc.

Tomás y Rebeca desayunaban juntos: ella, con su pico, bajaba la taza de su chocolate para que la dejara saborear, comía de su huevo, le robaba pedazos de pan —los cuales se llevaba en su pico— y se perchaba en el espaldar de un asiento desocupado a comérselos. Cuando Tomás volvía del colegio, Rebeca se emocionaba mucho y empezaba a hacer coros de alegría, celebrando su reencuentro. Tomás era el único de la casa que había logrado sostener a Rebeca como un bebé, patas arriba, y ella además lo disfrutaba. Cuando Tomás aún dormía y ya estaba muy entrada la mañana, Rebeca venía caminando hasta su cuarto y, con su pico, raspaba la madera de la puerta para que Tomás le abriera.

Cuando Tomás, que es muy buen músico, tocaba guitarra o piano, Rebeca se unía a él cantando “AAA AEO AEO”, y no paraba hasta que hubiera finalizado la práctica. En una ocasión intenté que Rebeca me acompañara mientras yo tocaba el piano, pero no sucedió nada; Rebeca permaneció muda, totalmente indiferente a mi canción.

Lo de Rebeca y Tomás era una amistad más que especial: ella hacía todo por él, lo extrañaba cada momento que él no estaba y, cada vez que Rebeca se subía a algún árbol muy alto, la voz de Tomás era lo único que podía regresarla a la casa.

En una ocasión Tomás se fue al exterior por unos meses a un intercambio estudiantil y, durante varios días, Rebeca se trepaba a la cama de él y emitía un lamento, un canto triste, melancólico… lloraba. Era muy triste verla sufrir porque no estaban juntos. Después de varios días, finalmente se resignó a no verlo. El amor de ella por él había acaparado todo: Rebeca solo quería estar con él. Aún recuerdo cómo cambiaba el tono de voz de Rebeca cada vez que llegaba Tomás; era como el de una novia enamorada.

Por esos días, Rebeca desarrolló un desamor hacia mi esposo sin ninguna razón, pues él estaba siempre pendiente de su hora de entrar a la casa, su comida, que tuviera suficiente agua, etc. Fue tanto el desamor de Rebeca que, cuando él volvía del trabajo, Rebeca lo estaba esperando… pero no para saludarlo, sino para darle un buen picotazo. Era realmente estresante. En algunas ocasiones Rebeca salía volando detrás para picotearlo; así fue como le dañó muchas camisas y, tristemente, llegó a picotearlo en el cuerpo.

En estos encuentros él terminaba malherido, pues, como era incapaz de herir a Rebeca, no se defendía en lo más mínimo: solo le quedaba correr. Esta situación, en un principio, fue jocosa, pues Rebeca, con su gran oído, escuchaba el carro desde varios minutos antes y se aprestaba para “recibirlo”. A medida que pasó el tiempo, fue que los recibimientos se volvieron más hostiles.

Después de varios meses volvió Tomás y podría decirse que su reencuentro fue como el de una madre que hace mucho no ve a su hijo o como el de dos enamorados que se reencuentran. Rebeca, al verlo, empezó a gritar coros de felicidad, hacía mucha bulla; era como si le gritara “bienvenido, te extrañé, estoy feliz de que estés aquí”. Ese día hicimos un video que compartimos con la familia: era realmente asombroso; hasta el día de hoy nunca he visto un animalito actuar de esta manera.

Transcurrieron varios años y nuestro interés por las aves fue creciendo; ya salíamos a pajarear y cada vez éramos más conscientes sobre la vida ideal de los animales salvajes.

A Rebeca la llevamos varias veces a visitar otros loros para observar su reacción. La mayoría de las veces se ponía muy contenta de estar en compañía de sus semejantes. En una de esas ocasiones Rebeca, a pesar de que Tomás la llamaba, no quería dejar su reunión “loruna”; estaba muy a gusto. Pero notamos que Rebeca no sabía hablar “loro”: ella emitía sonidos imitando a los humanos, pero no hacía los sonidos que hacen los loros salvajes, como los loros cabeza azul que la venían a visitar ocasionalmente y compartían algún árbol del lote con ella.

Esta situación empezó a hacernos reflexionar sobre qué era mejor para Rebeca. Por otro lado, siempre hemos estado en desacuerdo con tener animales salvajes enjaulados o en cualquier tipo de cautiverio. Los animalitos merecen estar en su hábitat, libres, felices. Rebeca era libre de volar, nunca estuvo encerrada, pero no estaba en su hábitat…

Después de aproximadamente cinco años tomamos la decisión de llevar a Rebeca al DAGMA para que entrara en un proceso de reintroducción a la vida salvaje (según nos explicaron allá mismo), que —teníamos claro— podría durar varios años, pero le daría el chance de volver a volar libre y con sus pares, de tener una familia y ayudar a perpetuar su especie.

Esta decisión fue muy dura para todos: Rebeca era parte de nuestro mundo; alegraba nuestros días con su gracia, decía “aló, buenas” cuando sonaba el teléfono, amenizaba las reuniones familiares, comía siempre con nosotros, recorría la casa, asustaba a nuestros perros, picoteaba los aguacates de los árboles, se bañaba con la lluvia, gritaba, se reía, etc. Pero, en el fondo, sabíamos que esta no era la finalidad de los loros ni de ningún otro ser vivo y que ella podría ser más feliz en otro lugar. Ya nos había demostrado cuánto le gustaba estar entre loros.

Ese día en que Rebeca se fue, Tomás estuvo con ella varias horas paseándola, hablándole, consintiéndola con tanto amor que nos hacía llorar. Tomás era aún niño, pero ese día mostró cuánto quería a Rebeca al ser él quien estaba más de acuerdo con que tuviera una oportunidad de ser realmente una lora. Esa fue una prueba de amor inmensa: dejar ir lo que amas si así conviene.

Llevamos juntos a Rebeca al DAGMA; hicieron un acta de entrega y nos aseguraron los veterinarios y zoólogos que estábamos tomando la mejor decisión. Rebeca era aún muy joven; tenía muchos años por delante y una gran oportunidad de ser reintroducida a la vida salvaje.

Nunca más podríamos volver a ver a Rebeca; si escuchaba alguna voz familiar o tenía contacto con nosotros sería un retroceso en su proceso. Después de unos días, Rebeca no tendría contacto humano alguno hasta que, algún día, estuviera lista para su vida de Amazona ochrocephala, vida a la que siempre tuvo derecho pero un ser humano, por su sed de dinero o por necesidad, le impidió tener.

Donde quiera que esté Rebeca, esperamos que esté muy bien y que hayamos tomado la mejor decisión. Tener un animal salvaje —en este caso un loro— no es fácil. Un loro puede causar grave daño con su pico a personas y objetos de la casa; su comportamiento es impredecible y, así como pueden ser tiernos y dóciles con algún miembro de la familia, pueden ser agresivos con otros. Un loro frecuentemente emite sonidos muy fuertes, perturbadores para sus dueños y los vecinos. Las aves son de los cielos, los árboles, los bosques, los mares y las montañas: es allí donde deben estar y de donde nunca deben salir.