Todo comenzó en el bullicioso centro de Barranquilla. El ruido de los motores, las voces cruzadas de los vendedores y el calor habitual de la ciudad eran lo de siempre… pero ese día, entre todo ese caos, escuché un piar muy suave. Era como un susurro entre el concreto. Me acerqué, y allí estaba ella. Una pequeña cotorrita con los ojos tristes, más tristes que cualquier cosa que hubiese visto antes.

No volaba. Apenas se movía. Me dijeron que la tenían drogada para que no se escapara. Que así era más fácil venderla. Y entonces supe que tenía que hacer algo. Así que la compré, no para tenerla, sino para liberarla.

La llevé a casa, la llamé Anahi. Los primeros días fueron duros. Ella no cantaba, no volaba, no me miraba. Apenas respiraba. Pero yo sabía que solo necesitaba tiempo, cariño y libertad.

Le ofrecí frutas frescas, una ventana abierta, mis palabras. Empezó a mover las alas, al principio como un gesto tímido, como un recuerdo de algo que había olvidado. Poco a poco, como si recuperara la memoria de ser ave, estiraba sus alas para ser libre.

Sentir cómo iba recuperando su alegría fue un regalo que no pedí, pero que la vida me dio. Un día, sin previo aviso, voló dentro de mi casa. No mucho. Apenas unos metros. Pero suficiente para que mi corazón supiera: estaba lista.

La primera vez que la vi volar fue tan inspirador, tan lleno de sentido, que entendí que había llegado el momento de ser libre. Anahi ya no me necesitaba, o mejor dicho, no me necesitaba encerrada.

La llevé al Jardín Botánico de Barranquilla, un rincón lleno de árboles altos y murmullos de otras aves. Abrí la jaula. Ella dudó. Me miró. Luego alzó vuelo. Subió entre las ramas y se perdió entre cantos. Al escuchar el cantar de las aves a lo lejos… mi cotorrita Anahi merecía lo mismo. Y lo había conseguido.

Ese día, en medio de una mezcla de tristeza, orgullo y algo que aún no sé nombrar, entendí que siempre hay esperanza. Que hasta lo más frágil puede sanar. Que ser parte de ese proceso es uno de los regalos más hermosos que se pueden vivir.

Anahi ya no está conmigo, pero su vuelo me acompaña.

Alegría de saber que fui parte de ese proceso.
Siempre hay esperanza.