
Mi vida era muy gris; siempre me daban de comer una papa y agua. Al querer comunicarles algo, ellos decían que ¡bonito! Pero yo pedía a gritos salir de ahí. Mis días trascurrían en indiferencia y monotonía; solo tenía mis plumas para jugar, por eso me las arrancaba una por una, hasta que quedé con ninguna.
Un día, una señora llegó. Me vio y preguntó: “¿Cómo se llama?”. Ellos contestaron: “Niña”. La señora me miraba de una manera tan especial, que yo sentí una conexión profunda… Ese día todo cambió.
Me llevaban en una caja; no sabía para dónde, sintiendo el aire fresco que se filtraba por medio de unos agujeros. Durante el recorrido, llegué a un lugar donde había algo parecido a un árbol. Allí la señora me sacó y me puso en las ramas. Aunque me sentía extraña… ¡por fin me sentía libre!
Aquel día probé algo delicioso que jamás había saboreado: una fresa, luego un banano y una papaya. Aquella señora tenía dos hijas; una de ellas se acercó a mí, diciendo que yo parecía una bolita, y me bautizó PEPA. Rápidamente me fui adaptando a aquella familia; me amaron tanto que mi plumaje volvió a reverdecer y engordé un poquito, ya que me daban muy buena alimentación y siempre me mimaban. Me encanta escuchar música, sobre todo las rancheras—¡qué loco, ¿no?!—
Después de esos días grises y monótonos, mis jornadas se llenaron de color y alegría. Aprendí muchas cosas; entre ellas, a ladrar, ya que había una perrita en la casa a la que llamaban Muñeca. Mi pasatiempo ya no era arrancarme las plumas, sino jugar con tapas de botella y muchas pelotas. Todas las noches, una de las hijas de la señora llegaba del trabajo y se despedía de mí para dormir; siempre la esperaba.
Así pasaron casi diez años, hasta que un día me sentí enferma: no veía por un ojo, me dolía mucho, empecé a tener fiebre y estaba muy mal. Corriendo me llevaron a la veterinaria; allí me tomaron exámenes, diciendo que estaba muy delicada de salud; entonces lo mejor era esperar. De regreso a casa, mi mamá y mis hermanas, como ya les decía, me dieron comida y agua, pero yo no quería; las notaba muy preocupadas y, en sus ojos, podía ver tristeza. Hice mi último intento y tomé un poco de agua, pero la verdad no fue de mucha ayuda.
La noche fue pasando y cada vez yo me sentía más débil, hasta que, con mi último suspiro, las escuché decir: “¡No te mueras!”, y simplemente dejé de respirar. Me fui esa noche del 3 de febrero; las vi llorando sobre mi cadáver, que yacía en las manos de una de mis hermanas. No podían creer que aquella pequeña ave les hubiera enseñado un amor tan diferente, para luego romperles el corazón con su partida.
Un par de minutos después no escuché más sus lamentos; estaba en un lugar muy oscuro, sentí paz y ya no sentía dolor. Comprendí que mi libertad estuvo con ellas: aquellas mujeres me dieron una vida llena de alegría y lejos de encierro. Para mí, eso fue la libertad.
Hace un tiempo se me dio la oportunidad de volver a la tierra. Tenía la certeza de que encontraría a aquellas mujeres que me amaron tanto, y ¿adivinen?: llegué a la casa de una de mis hermanas. Obviamente no me reconocía; habían pasado varios años, pero jamás sentí que me hubiesen olvidado.
Mi hermana, que por cierto su nombre es Rosa, me acogió con mucho amor en su hogar. No encontraba la manera de decirle que era yo, Pepa; entonces empecé a hacer cosas que hacía antes, como dormir sobre su pecho, jugar con pelotas y andar siempre detrás de ella. Un día, me reconoció, diciendo: “¡Volviste!”.
En esta vida me llamo Pelusa; soy una gata, pero siempre seré Pepa: ese amor fuera de lo normal que logró trascender y volver donde fue plenamente libre.