Esta parece ser una historia como muchas, pero no: se trata de la amistad entre un hermoso y adorado loro y Juanita. Juanita es una niña menudita, delgada, que los vientos de agosto la movían como si fuera una cometa. Un día, su mamá le contó que el hijo de la madrina de confirmación vendría a visitar a la familia y que traía una hermosa sorpresa.

El día tan esperado por fin llegó. Unos revoloteaban por la casa ansiosos y otros corrían de un lado para otro esperando la tan anhelada visita. De pronto se escuchó el golpe del aldabón en la puerta. Todos corrieron sigilosos y allí apareció, con impecable presencia de marinero, la persona que traía la sorpresa: una pequeña caja de cartón llena de unos agujeros poco comunes. Todos se miraron intrigados, esperando ver el contenido de tan rara caja.

La tarde pasó entre risas e historias de una bella población ubicada en el Amazonas, Puerto Leguízamo. Se hablaba del color del río, del verde de la selva, de los bellos azules del cielo y del calor húmedo de las lluvias, pero lo que más llamaba la atención era su naturaleza: loros volando por todos lados, micos, diferentes aves… Todo era como un paraíso al que todos queríamos viajar. De pronto, en medio de las charlas, el visitante abrió su caja llena de esos huecos raros y allí se asomó primero una cabeza, luego un pico negro y, por último, apareció el cuerpo entero. “¡Un loro, un loro!”, gritaron todos. El ave desplegó sus alas y pronto buscó dónde posarse. Allí, entre todos, estaba Juanita admirando tan bello regalo: lo observó detalladamente y pudo ver que era un pedacito de selva, con alas de muchos tonos de verde, pecho con los diferentes matices del sol y cabeza con los azules del cielo. Mientras Juanita, absorta, miraba tan hermoso obsequio, sintió en su frágil hombro cómo se posaba aquella ave. Todos gritaban, pero Juanita lo miró en silencio, y en esa mirada se pactó el inicio de una bella y corta amistad.

Corrieron todos a ver a tan hermosa ave alojada en el hombro de la más delgada y callada de la casa. Querían tocarla; algunos ofrecieron su dedo para que se posara allí, pero solo lograron asustarla. Entonces la mamá tomó al ave del hombro de Juanita y salió al patio, donde, junto al lavadero, había un hermoso curubo florido con sus bellas flores rosas y fucsias. Era el rincón preciso para que tan adorable regalo se posara tranquilo, evitando las jugarretas y correrías de los niños.

El ritual comenzó enseguida: de día había que colocar a la bella ave en el curubo y, de noche, en una jaula, donde se arropaba con una manta de bebé. Pronto todos se dieron cuenta de la nobleza del loro y de la diferencia con la lora de doña Magdalena, que vivía a pocas casas y no hacía más que proferir palabrotas. Nuestro nuevo inquilino aún no hablaba, pero se hacía entender. Muchos se dieron cuenta de que aún no tenía nombre y comenzaron a pensar cómo llamarle. Juanita, siempre callada y pensativa, habló al fin: “Se llamará Ruperto”. Todos asintieron y aprobaron el nombre.

El lorito empezó a tomar confianza y acompañaba hasta altas horas de la noche a Juanita en sus labores académicas, esperando que ella lo arropase y le deseara buenas noches. Las compañías no se limitaron a las tareas: pronto el loro hizo su aparición en la mesa y acompañaba a Juanita, que tenía graves problemas de alimentación, pues no le gustaba comer. Ruperto comenzó a comer cerca de ella y esto causó un efecto positivo en la pequeña, que empezó a alimentarse más. Al padre no le gustaba tenerlo en la mesa, pero al ver que su hija mejoraba tras una larga hepatitis, lo dejó. Todos le ofrecían pan con chocolate, frutas y lo que más le gustaba era la curuba.

Con el tiempo, el loro comenzó a hablar. El nombre que más repetía era “Lalo”, pues era el que más escuchaba con su hermano mayor, que se escapaba por los tejados para ir a jugar fútbol, comerse la gelatina o chocolate en el techo y, cada vez que lo descubrían, era llamado a gritos por sus padres. Con el tiempo Ruperto pidió chocolate con pan y se fortaleció aún más el lazo con Juanita: lo veía llorar y, de inmediato, volaba hacia ella. Jugaban, reían, se hacían compañía y cumplían con el ritual: de día, en el curubo, recorría tranquilo la casa, cogía lápices y colores, los picoteaba y salía volando con ellos; era toda una fiesta verle por todas partes. De noche lo metían del patio a la jaula y lo tapaban con una cobija de bebé.

El tiempo pasó y los lazos se hicieron más fuertes, hasta que un día el hermano menor de Juanita enfermó. Todos se preocuparon por él y se olvidaron de Ruperto. Al día siguiente lo encontraron en el curubo, con frío, las alas abiertas y caídas, muy triste y sin hablar; su mirada era de pena. Juanita lo recogió y lo llevó donde su mamá, que tomó su manta de bebé y lo arropó, pero Ruperto no respondía. Pronto descubrimos que el miedo que siempre nos había sobrecogido se hizo realidad: la noche en el curubo era un peligro. Merodeaban, como en la selva, los cazadores: los gatos, que por entonces solo se tenían para cazar y se alimentaban de leche, salían de noche y cualquier presa indefensa era un plato exquisito.

La mañana pasó muy triste. Juanita estudió por la tarde y a las 11:30 a. m. tuvo que salir para el colegio; la ruta la recogió. Todo el día estuvo intranquila pensando en su amigo y contaba las horas para volver a casa. Cuando llegó, corrió directo al patio donde lo había dejado en brazos de su mamá. No encontró nada; solo vio la tierra del jardín removida. Corrió entonces a donde su mamá y le preguntó por su amigo, su pedazo de corazón, Ruperto. Ella, con una gran mirada triste, le respondió:
—Hija, el loro, cuando sintió que había tomado la ruta para ir al colegio, dejó de existir.

Juanita, rota en llanto, no halló consuelo; todo fue llanto en la casa. De nuevo volvieron sus problemas de alimentación, que la han acompañado toda la vida. Prometió dedicarse a ayudar a los animales, pero la vida cambió sus planes.

Juanita le pidió a su mamá no volver a tener aves de compañía. Aun así, le regalaron un periquito para animarla, y ella decidió no encariñarse tanto como con Ruperto. Aquella nueva ave caminaba por la casa, era la mitad de pequeña que Ruperto, y un día ya no volvió a verse. Le preguntó a la señora que ayudaba en la casa y ella, con mirada burlesca, contestó que había entrado un gato y se lo había comido. Cuando Juanita preguntó por qué no hizo nada, la mujer, con desfachatez, respondió:
—No me gustan los pericos.

Juanita corrió a donde su mamá y, junto con sus hermanos, le pidieron nunca volver a tener tan hermosas aves en la casa, porque se merecen ser libres y andar tranquilos en la naturaleza.

Los años pasaron. Ella nunca dejó de tener animales de compañía, pero guardó en lo más profundo de su corazón el recuerdo de su gran amigo, el loro Ruperto. De adulta, vio por primera vez la película Paulie y de inmediato recordó a Ruperto: la relación de la niña con el ave que la ayudaba a hablar, el dolor de la separación y las aventuras que vivía el ave en libertad. Lo que más le gustaba era verlo volar tranquilo para buscar a su amiga; lo que menos, no poder hablar. Todas las escenas la devolvieron a esos momentos con su amado amigo. La única diferencia es que Juanita no pudo superar del todo sus problemas con la comida; durante mucho tiempo esos desórdenes la afectaron. Pero lo único que lleva en el corazón es el recuerdo de su amigo. Ahora, cuando va al campo, pasa horas viendo periquitos bajo el sol o la lluvia, observando su relación, y allí recuerda esos bellos instantes de Ruperto: lo imagina en cada uno de ellos, disfrutando su libertad, y le pide a la vida que, cuando llegue el momento de dejar este mundo, Ruperto sea quien primero la reciba con su revolotear y su luz blanca