Desde niño, el mundo a mi alrededor parecía moverse a un ritmo distinto al mío… Mis gafas, mi fascinación por los libros y una mente que a menudo divagaba por senderos inexplorados me convirtieron en un niño aparte, observando la vida desde una distancia autoimpuesta.

En esa quietud, en el eco silencioso de mi soledad infantil, escuché un grito desesperado… un lamento diminuto que me impulsó a salir corriendo. Allí, al borde del peligro, una pequeña lora yacía indefensa: un felino acechándola con intenciones oscuras. Sin dudarlo, la recogí entre mis manos temblorosas. La calidez de su pequeño cuerpo, la suavidad inaudita de sus plumas, los colores vibrantes que jamás había contemplado tan de cerca… todo en ella era un universo nuevo y fascinante.

La llamé Pachita, sin saber que ese encuentro fortuito sembraría la semilla de mi vocación y llenaría el vacío de mi mundo interior.

Pachita se convirtió en mi sombra, mi confidente silenciosa en esos años de introspección. En sus ojos brillantes descubrí la lealtad incondicional, una conexión pura y sincera que trascendía las palabras. Su suave piar demandando alimento; sus intentos torpes por imitar el canto de las bandadas que cruzaban el cielo… melodías que resonaban únicamente en mi corazón. Observarla, estudiar sus comportamientos, su etología animal, encendió en mí una pasión irrefrenable por el mundo veterinario.

Éramos un universo aparte: yo, su gran amor humano, y ella, mi pequeña amiga de plumaje esmeralda… tan fiel y apegada a mis cuidados. Fue mágico presenciar la maestría de su vuelo, la forma en que se dirigía a mí sin necesidad de un llamado, incluso su instinto protector ante quienes se acercaban. ¡Y su silbido! Una melodía única que llenaba de alegría mis días, al igual que sus chapoteos felices durante el baño y su delicadeza al saborear las frutas que le ofrecía.

Una de las anécdotas más grabadas en mi corazón es el día en que Pachita perfeccionó su aterrizaje en mi hombro al escuchar mi silbido. Horas de práctica paciente culminaron en ese acto de confianza absoluta. Jamás he amado a un animal con tanta intensidad. Nunca le corté sus alas, consciente de la libertad que le negaría.

Un día, la euforia de un gol durante un partido de fútbol hizo que mi padre aplaudiera con fuerza. El susto hizo que Pachita emprendiera vuelo… mi corazón se encogió ante la sensación de pérdida. Sin embargo, la alegría regresó unos días después cuando la vi llegar… ¡y no venía sola! Un macho robusto la acompañaba. Comprendí entonces su necesidad de comunidad.

Construí un hogar para ellos en mi terraza: un viejo tonel de vino transformado en un hotel al aire libre. Con el tiempo, bandadas enteras llegaban a compartir alimento, como si un mensaje invisible corriera entre ellos. Fue un espectáculo maravilloso que, tristemente, se desvaneció con el avance de la urbanización, la tala de árboles y la transformación de zonas verdes en paisajes grises. Esa pérdida acrecentó mi anhelo de vivir en el campo… rodeado de la libertad de las aves y dedicado a su conservación.

Aunque mi corazón se entristeció cuando Pachita se fue por primera vez, su regreso con otros de su especie me reveló una verdad fundamental: la verdadera libertad para un animal silvestre reside en su hábitat natural, junto a sus congéneres. Verla interactuar con su pareja, acicalándose mutuamente, escuchar sus cantos en coro… fue una lección invaluable.

Pachita, mi Pionus menstruus, me legó enseñanzas imborrables. Me mostró la autenticidad de la amistad, la lealtad incondicional de un ser vivo. Me enseñó a abrazar mi individualidad, a no sentirme diferente… ¡incluso a usar esa diferencia a mi favor!, como cuando picoteaba a quienes se acercaban demasiado, otorgándome una peculiar reputación entre mis amigos.

Imaginar a Pachita libre, surcando los cielos esmeralda de su hogar, me inunda de una felicidad pura e indescriptible. La libertad es la esencia de la vida. ¿Qué sentido tiene la existencia sin la capacidad de ser y moverse según nuestros propios deseos? Ningún ser inocente debería ser despojado de ella.

Esta conexión profunda con Pachita, este despertar de mi vocación gracias a su presencia fugaz pero trascendente, no solo moldeó mi infancia solitaria: cimentó mi camino como médico veterinario. Mi labor diaria está impulsada por la misma pasión que sentí al sostener a esa pequeña lora en mis manos; la ferviente dedicación a la salud y el bienestar de la vida silvestre.

El sueño de visitar su mundo, de conocer de cerca las reservas que protegen a estas maravillosas criaturas, no es solo un anhelo personal: es la convicción de que puedo aprender de esos santuarios y contribuir a su conservación. Anhelo ser parte activa de la protección de la belleza alada que una vez llegó a mi ventana en forma de un susurro esmeralda… un susurro que me guió hacia una vida dedicada a preservar la libertad que tanto atesoro para cada ser vivo.